Palabras de espiritualidad

¿Cuál es el sentido de los íconos ortodoxos?

    • Foto: Stefan Cojocariu

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El ícono ortodoxo, junto con la himnología eclesial, las homilías de los Santos Padres, la música bizantina, la arquitectura y la escultura en madera, constituye la expresión de la maravillosa grandeza de la espiritualidad de la Iglesia, del Misterio de la Teología Ortodoxa —llena de la Gracia del Santísimo y Vivificador Espíritu— y de nuestra Santa Tradición.

El hombre fue creado para participar tanto del mundo espiritual como del mundo material, conformando una maravillosa unidad de cuerpo y alma. El cuerpo, la materia, no es malo por sí mismo, porque malo es sólo aquello que se opone a la voluntad de Dios, como el pecado. Cuando, sin embargo, el hombre se santifica y recibe en su interior la Gracia de Dios, se santifican también su cuerpo y todas sus acciones, en la medida en que estas busquen glorificarle a Él. Todo lo que Dios hizo es bueno y santo; sólo el mal uso lo aparta de Dios y lo vuelve pecaminoso, dice San Gregorio Palamás.

Una de las tantas posibilidades que tiene el hombre para expresarse es la pintura, es decir, la representación de personas, cosas o sucesos, utilizando colores, mosaicos u otros materiales. El contenido y el sentido del ícono creado dependen del contenido espiritual de quien lo pinta. El pecador crea únicamente cosas que manifiestan su estado pecador. Al contrario, el hombre que tiene a Dios expresa la experiencia de salvación que le otorga Su presencia en su interior, volviéndose un preceptor espiritual que irradia consuelo y alivio a quienes se le acercan.

Una forma o expresión del hombre nuevo, creado por la Gracia de Dios con la Encarnación del Señor, es el ícono ortodoxo o ícono bizantino, como también se le conoce, porque en éste representamos la Persona Divino-Humana del Señor, Sus hechos y milagros, Su Crucificción y Resurreción, dando testimonio y divulgando Su real personificación.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia hubo herejes que consideraban la Encarnación del Señor como una aparente; es decir, creían que Cristo pareció solamente un hombre, sin serlo en verdad, como sostenían también los ulteriores iconoclastas, que no aceptaban los santos íconos. La Iglesia entera consideraba el ícono como el resultado de la verdadera encarnación del Señor, y desde siempre los enemigos de los íconos fueron considerados como adversarios de Cristo, adversarios de la verdadera y real Encarnación del Señor y, en consecuencia, contrarios a la salvación de los hombres. En la medida en que el Señor asumió un cuerpo y una forma humana, en esa misma medida es representable en un ícono. Afirmar lo contrario sería negar la realidad de Su naturaleza humana.

El ícono del Señor no sustituye, en ningún caso, al Señor mismo. Sin embargo, es un medio auxiliar para que nosotros, los hombres, alcancemos la justa veneración espiritual de Su Persona divina. De la misma forma en que cuidamos las fotografías o imágenes de nuestros seres queridos o de nuestro lugar de origen, de la misma forma en que conservamos y amamos esas fotografías, porque nos recuerdan a quienes apreciamos, y no por el valor que podría tener el mero material del retrato, de ese mismo modo veneramos los santos íconos, por las personas que representan. Y esa honra y veneración nos transporta a las personas representadas y no al material del que está hecho el ícono.

Hay un aspecto más que es importante enfatizar: el ícono ortodoxo no constituye simplemente un elemento ornamental de la Iglesia o un recuerdo sentimental de las personas y sucesos de la vida del Señor y los santos, sino que, mediante el poder transfigurador de la Gracia del Espíritu Santo y sus formas y colores, expresa la grandeza espiritual y la experiencia de las realidades celestiales que vive la Iglesia. En el caso del ícono del Señor, Su serena expresión —tan sosegada y también tan clemente— nos transmite la verdad de la encarnación de la Palabra y nos introduce en el misterio de la deificación del hombre, haciéndonos parte de la naturaleza divina.

Tampoco los íconos de la Santísima Madre de Dios y los santos nos recuerdan solamente sus personas, sino que nos expresan y nos muestran, a través de determinadas combinaciones de colores, la pureza de sus almas y cuerpos, sus incontables virtudes —obtenidas por medio del esfuerzo y el sacrificio—, la grandeza de su amor a Dios, así como la riqueza de los carismas divinos que merecidamente recibieron. En palabras del Obispo Ezequiel de Derby (Australia), “los íconos de los santos, los profetas y los apóstoles no son solamente ciertas imágenes que nos recuerdan el pasado, tampoco son una exposición de museo, sino que son la memoria visible de la presencia invisible de la Iglesia como una unidad desde siempre, ya que la Iglesia es una unidad en cada instante de tiempo”.

El ícono ortodoxo, junto con la himnología eclesial, las homilías de los Santos Padres, la música bizantina, la arquitectura y la escultura en madera, constituye la expresión de la maravillosa grandeza de la espiritualidad de la Iglesia, del Misterio de la Teología Ortodoxa —llena de la Gracia del Santísimo y Vivificador Espíritu— y de nuestra Santa Tradición.

(Traducido de: Arhimandritul TihonTărâmul celor vii, Sfânta Mănăstire Stavronichita, Sfântul Munte, 1995)



 

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