Palabras de espiritualidad

¿De dónde proviene la alegría de los monjes, a pesar de su vida tan austera?

    • Foto: Silviu Cluci

      Foto: Silviu Cluci

Aunque consta de distintos estados y formas, la vida del monje en ningún momento adquiere rasgos de individualismo o dejadez.

La renuncia y negación al mundo, como primeros pasos, son también un testimonio práctico de aquel que se arrepiente con sinceridad, porque demuestra, de hecho, el desistimiento de su viciosa vida anterior, claudicación impuesta por la misma voz divina que le llama al camino que lleva a Dios. "Por tanto, salid de entre ellos y apartaos, dice el Señor. No toquéis cosa impura, y Yo os acogeré. Yo seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para Mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” [1]. Apartándose de aquello que provoca el pecado, el monje procura purificarse de sus pecados anteriores, reconociéndolos y llenando su corazón de contrición. El amor por el sacrificio y el esfuerzo, como un contrapeso al amor pecaminoso por los placeres, le da una conciencia aún más profunda, y todos sus actos y pensamientos quedan atados a ello.

Una premisa indispensable es la renuncia a la vida contraria a sus principios naturales, cosa común para el hombre viejo. Así, renunciando a tal forma de vida, con perseverancia y tesón, él alcanza una nueva vida, descrita por el Señor en Sus divinos mandamientos. Así, el monje se vuelve denodado, sobrio, manso, callado, humilde, obediente y casto. Estas dos últimas virtudes son las principales para el monje. Fiel a los consejos de su guía espiritual, lucha incansablemente “para que no le falte nada” de las santas virtudes, convencido de que sólo así alcanzará a escuchar el inefable llamado de nuestro Señor: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor” [2]. Y este es el principio de la santidad.

En consecuencia, es malo que el monje sea calumniado por los ignorantes, llamándole perezoso e ingenuo. Nada de eso hay en la vida monacal. Aunque consta de distintos estados y formas, la vida del monje en ningún momento adquiere rasgos de individualismo o dejadez. Al contrario, el trabajo físico es su actividad permanente, sea para obtener lo necesario para vivir, sea para resistir en la lucha espiritual contra las maldades de todo tipo, sea para alcanzar las virtudes. Un versículo de los Salmos, “Mira mi humildad y mi esfuerzo, y perdóname todos mis pecados”, es el motor de todas sus actividades.

(Traducido de: Gheron Iosif Vatopedinul, Cuvinte de mângâiere, Editura Marii Mănăstiri Vatoped, Sfântul Munte, 1998, traducere de Laura Enache, în pregătire la Editura Doxologia)

[1] II Corintios 6, 17-18

[2] Mateo 25, 21.