Palabras de espiritualidad

El dolor y el sufrimiento como medicamentos para la salvación

    • Foto: Stefan Cojocariu

      Foto: Stefan Cojocariu

¡Que la Gracia de Dios esté con todos aquellos que hayan pasado o estén pasando por el horno de los sufrimientos, ayudados por el poder y el conocimiento divino! ¡Sepan que les espera un descanso infinito, eterno y felicísimo en Dios!

Lo bello suele venir por medio del dolor, y de éste, posteriormente, nace la felicidad. En un rosal primero brotan las espinas y, sólo después, las flores. Usualmente, el arcoiris sigue al aguacero, y el cielo estrellado cuando la tormenta llega a su fin. El discernimiento de la fe y la filosofía cristianas, auxiliado por la inspiración, tiene la capacidad de ir más allá de los simples fenómenos. Por medio del sufrimiento, la persona ve la alegría y la esperanza, así como la victoria de Cristo, que brotó del dolor del sufrimiento y la cruz.

Las más bellas estatuas son esculpidas a golpes, mientras que las almas más hermosas deben su grandeza a los duros embates del sufrimiento. Los más espléndidos objetos de oro han pasado, inevitablemente, por el fuego del horno. Ciertamente, el sufrimiento fortalece nuestro ser: es el fuego, el horno que quema y funde, es la tormenta y el temporal. Dice el sabio Salomón: “Mis entrañas y el mar nunca se tranquilizan”. Hay momentos en los que las pruebas vienen una tras otra, o todas juntas, cuando nuestra cruz nos parece muy pesada y la lucha casi imposible de sostener. Nuestra alma se siente tan recargada, que está a un paso de ceder y darse por vencida. Todo parece negro, oscuro, no encontramos una salida. San Gregorio el Teólogo dice: “lo bueno se ha ido y se ha quedado lo aterrador; viajamos de noche y el faro más cercano no aparece en el horizonte... pareciera que Cristo duerme”.

Los sufrimientos de esta vida son como cuchillos y espinas que nos atraviesan sin piedad, clavándosenos en el corazón y paralizándolo hasta la extenuación. En esos momentos sólo nos queda un grito, un clamor, un dolor suplicante que se dirige a Dios: “Ten piedad de mí, Señor (…) mi alma se ha perturbado enormemente, (...) me he debilitado entre quejidos, (...) mi corazón se ha derretido como la cera. (...) Ten piedad de mí, Señor, porque desgraciado soy, (...) mi vida se me ha ido entre dolores y suspiros (...) parezco ya un difunto, (…) mis lágrimas son el pan de cada día y cada noche (…) mi alma se lamenta y se estremece” (Salmos).

Luego, es importante recordar que, aunque el hombre es el rey de la creación, su corona está trenzada con espinas. Su andar es, a veces, canto y alegría, y otras, las más, suspiros y dolor.

El problema del sufrimiento es grande y eterno: sobre él han meditado filósofos, sociólogos, psicólogos, etc. Pero la respuesta más auténtica la da el cristianismo, la fe, la ley de Dios. Y ésta tiene dos partes. Teológicamente, el sufrimiento es consecuencia de la caída; como todo lo malo, es fruto del uso errado de la libertad. Es resultado de la desobediencia. Moralmente, es motivo y medio para alcanzar la virtud y la perfección. “Honraré por siempre al Señor” dice San Gregorio el Teólogo, “con todas las adversidades que permite vengan a mi vida. El dolor, para mí, es el medicamento de la salvación”.

San Basilio el Grande dice: “Ya que Dios nos prepara la corona de Su Reino, el dolor debe ser un pretexto para la virtud”.

San Juan Crisóstomo nos dice, a su vez: “Las aflicciones nos acercan a Dios. Y si pensamos en la recompensa eterna, dejaremos de perturbarnos más”.

El Santo Apóstol Pablo, quien tanto sufrió, nos enseña que Dios permite el dolor “por nuestro bien, para compartir Su santidad (Hebreos 12, 10).

Dios tiene miles de formas para hacernos ver Su amor. Cristo puede transformar la infelicidad en un canto maravilloso de alabanza: “Su tristeza traerá el gozo”, dijo el Señor (Juan 16, 20). El que lucha, vence, porque en la “plaza” del Cielo es imposible obtener un lugar “barato”. Los momentos de sufrimiento y de sacrificio son también de bendición, porque junto a cada cruz hay también una resurrección. No importa si ahora sufrimos y lloramos sin cesar, porque “las cosas visibles duran un momento, pero las invisibles son para siempre” (II Corintios 4, 17).

El que sufre es el mejor atleta de la vida, y su victoria será recompensada enormemente, con premios eternos: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni por mente humana han pasado las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman” (I Corintios 2, 9). Quien acepta y enfrenta el dolor con el prisma de la eternidad, es ya un vencedor, un elegido, quien, por su fe en Dios, ha alcanzado la felicidad, ha gustado de Su bondad y es candidato a ser coronado. Puede ya repetir el clamor de San Pablo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado lo que depositaron en mis manos. Sólo me queda recibir la corona de toda vida santa con la que me premiará aquel día el Señor, juez justo; y conmigo la recibirán todos los que anhelaron su venida gloriosa. (II Timoteo 4, 7-8). Con semejante forma de vida espiritual, superar el dolor y transformarlo en una alegría vencedora es ya una realidad. Este cambio ocurre gracias a las fuerzas de Dios. Esto quizás parezca una locura para el hombre racional, pero es algo completamente normal para el cristiano fiel. Semejante transformación, una cuestión sin explicación, un sueño o una ilusión para el ateo existencialista, para el hombre de fe es un milagro de Dios. La experiencia espiritual del sufrimiento lleva a la solución de los problemas más grandes y nos guía de la oscuridad a la luz.

En consecuencia, debemos aceptar el sufrimiento como una bendición de Dios. El grano de trigo debe descomponerse para poder fructificar. La cosecha del dolor es rica y prodigiosa. La bendición de Dios, sobre el huerto de las lágrimas, es grande y la viven quienes creen en verdad en el carisma del discernimiento.

¡Que la Gracia de Dios esté con todos aquellos que hayan pasado o estén pasando por el horno de los sufrimientos, ayudados por el poder y el conocimiento divino! ¡Sepan que les espera un descanso infinito, eterno y felicísimo en Dios! ¡Amén!

(Traducido de: Ne vorbește Strarețul Efrem Filotheitul. Meșteșugul mântuirii, Editura Egumenița, pp. 312-315)