Palabras de espiritualidad

El profundo sentido de las lágrimas de Cristo

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

El pecado es el origen del sufrimiento, de la debilidad, de las enfermedades y, finalmente, de la muerte. Y el pecado le fue sugerido al hombre por el demonio.

Dios creó al hombre joven, bello e inmortal. Él, observando a la creación entera, cuya corona era el hombre, vio que “todo era muy bueno” (Génesis 1, 31). San Juan Crisóstomo dice: “Si queremos saber cómo era nuestro cuerpo al salir de las manos de Dios, vayamos al Paraíso y veamos al hombre puesto por Él en aquel lugar. Su cuerpo no estaba sometido a la corrupción, (era) semejante a una estatua recién salida del horno y refulgente de luz. Y es que no sufría de ninguno de los defectos que le conocemos hoy”.

En el pasaje evangélico de la resurrección de Lázaro hay un detalle que solemos obviar. En aquel texto se nos dice que nuestro Señor, viendo a Lázaro muerto desde hacía cuatro días y oliendo mal, “lloró” (Juan 11, 35). ¿Por qué? Analizándolo de forma superficial, diríamos que lloró porque amaba a Lázaro. Cuando muere alguien a quien queremos, lloramos. Luego, tal afirmación no carece de sentido. Pero el motivo más profundo, por el cual nuestro Señor lloró, es otro muy distinto. Él sabía que había creado al hombre joven, hermoso e inmortal... Así, al verlo muerto de cuatro días, en proceso de descomposición y emanando tal pestilencia, vio también lo que quedaba de la corona de Sus criaturas. Y lloró.

¿Quién hizo esto (la muerte)? En todo caso, no fue Dios el que la creó, porque de la Escritura entedemos que “no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes (Sabiduría 1, 13). Entonces, ¿quién creó a la muerte, como una realidad que nadie puede evitar?

Nos dice San Pablo: “por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte (Romanos 5, 12). Así pues, el pecado es el origen del sufrimiento, de la debilidad, de las enfermedades y, finalmente, de la muerte. Y el pecado le fue sugerido al hombre por el demonio. La muerte es la consecuencia del pecado, y si seguimos el hilo llegamos hasta el mismo demonio, el enemigo de Dios.

Cuando entró al sepulcro de Lázaro, nuestro Señor Jesucristo tenía a Su “obra” enfrente. Muchas heridas provoca el pecado al ser humano. El hombre, que al principio era “puro, delicado y santo”, deviene en impuro, perverso y pecador. Y un pecado repetido se vuelve una pasión. Y el hombre atrapado por sus pasiones deja de ser libre.

(Traducido de: Î.P.S. Andrei Andreicuț – arhiepiscop al Alba Iuliei, Mai putem trăi frumos?, Editura Reîntrgirea, p. 66-67)