Palabras de espiritualidad

El valor terapéutico de la confesión

    • Foto: Oana Nechifor

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El proceso terapéutico de sanación empieza cuando nos decidimos a confesarnos. Es cuando la paz inunda el cuerpo y el alma. Sin embargo, hay que subrayar la importancia de confesarnos correctamente.

El valor terapéutico de la confesión ha sido remarcado por muchos psiquiatras contemporáneos. En todo caso, es esencial que el hombre se abra y que no se cierre en sí mismo. En el lenguaje de la Iglesia decimos que, cuando el hombre sabe abrirse a Dios por medio de su padre espiritual, puede sanarse de muchísimas enfermedades espirituales, incluso de la locura. Conocemos el valor de la confesión a partir de la práctica misma. Sabemos que un sólo pecado que haya en nosotros, nos termina extenuando incluso físicamente. Cuando pecamos, experimentamos también el estado de debilidad del cuerpo. Y es cuando nos decidimos a confesarnos que empieza el proceso terapéutico de sanación. Es cuando la paz inunda el cuerpo y el alma. Sin embargo, en este punto hay que subrayar la importancia de confesarnos correctamente.

Ya que el astuto demonio conoce el valor de la confesión, hace todo lo posible para confundirnos, para engañarnos y hacernos dudar de acudir a confesarnos, o nos incita a confesarnos de forma incorrecta, acusando a los demás de nuestras propias faltas. Ciertamente, es necesario tener suficiente valor espiritual para revelar nuestras heridas ante el “médico espiritual”. San Juan Climaco ordena al pecador: “Descúbrela, descubre tu herida ante el médico”. Y a la par de esa revelación debemos asumir toda la culpa, admitiendo con humildad: “Mías son estas pústulas, padre, mía es la herida. Todo esto ocurrió por culpa mía, no por culpa de alguien más. Nadie más es responsable de todo esto, sea una persona, un espíritu, un cuerpo, nada.... ¡Todo es fruto de mi propia negligencia!”. Y no debemos avergonzarnos cuando digamos esto. Cuando descubrimos nuestras heridas interiores al confesor, debemos asemejarnos, en nuestro comportamiento, nuestro aspecto y nuestros pensamientos, a uno que ha sido condenado. Dice San Juan Climaco: “Cuando te confieses, preséntate, con tu comportamiento, tu aspecto y tu mente, como un condenado, postrándote hasta el suelo y, si puedes, rociando los pies de tu médico y juez con tus lágrimas, como si lo hicieras con Cristo mismo”. El mismo San Juan menciona que vio a muchos venir a confesarse con esa humilde disposición, revelando sus faltas entre lágrimas y suspiros, llenos de pesadumbre y suplicantes, mitigando así la exigencia del juez y “tranformando Su ira en clemencia”.

Es normal que sintamos cierto rubor cuando tenemos que desnudar nuestras heridas espirituales, pero es un sentimiento que hay que vencer. Así, no escondamos esa vergüenza, porque inmediatamente después de confesarnos, después de revelar nuestras faltas, vendrá la paz interior. En los apotegmas de los Padres se menciona el caso de un monje que, dominado por el espíritu de la blasfemia, se decidió a castigar su propio cuerpo con ayuno y vigilias; sin embargo, a pesar de someterse a semejantes sacrificios, finalmente todo le pareció inútil. Acudiendo a confesarse, escribió su problema en un papel. Inmediatamente aquel espíritu maligno desapareció. Él mismo dio testimonio que “al salir de la celda del anciano (confesor), aquella pasión se había disipado”. Esto demuestra que el Sacramento de la Confesión no es un simple asunto humano, sino que obra por medio del poder de Dios. El alma, así, es sanada por la acción de la Gracia Divina. Ni el ayuno ni las vigilias podrían ayudarnos, si no son acompañadas de la confesión.

(Traducido de: Hierotheos Vlachos, Mitropolit de Nafpaktos, Spovedania şi vindecarea sufletului, Editura Doxologia, p. 33-36)