Palabras de espiritualidad

“Estos son los dones más preciosos que Dios me ha dado”

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

La enfermedad hace que nos duela el cuerpo, esta casa nuestra hecha de tierra, pero al mismo tiempo se goza su soberano, es decir, el alma.

—¿Cómo está tu madre?

No se siente muy bien, Padre. De cuando en cuando la fiebre crece y hasta pierde el conocimiento. Su piel se ha llenado de dolorosas llagas.

—Estas personas son mártires. Aunque no sean mártires totalmente, lo son en buena medida.

Toda su vida ha sido sufrimiento, Padre.

—No dudes que su recompensa será doble. ¡De cuántas bondades habrá de gozarse! Ya tiene el Paraíso asegurado. Cuando Cristo ve que alguien soporta una dura enfermedad, dispone todo para que, por medio del sufrimiento en esta vida terrenal, reciba una retribución abundante en la otra, celestial y eterna. La persona sufre aquí, pero será recompensada allá, en la otra vida, porque existe el Paraíso y también la recompensa.

Hoy, una mujer que desde hace muchos años sufre de problemas con sus riñones, me dijo: “Padre, por favor, haga la Señal de la Cruz sobre mi mano. Mis venas no son más que llagas y ya no puedo soportar seguir con este tratamiento”. “Estas heridas”, le dije, “en la vida eterna serán diamantes más preciosos que los de este mundo. ¿Desde hace cuántos años sigue este tratamiento?”. “Doce años, Padre”, me respondió. “Es decir que usted ya tiene el derecho a recibir una jubilación mínima”, le dije. Después me mostró la otra mano y me dijo: “Padre, esta herida ya no se cierra... incluso se me ve el hueso”. “Yo lo que veo en esa herida es el Cielo”, le dije. “Le pido a Cristo que le conceda la paciencia y un amor grande por Él, para olvidar el dolor. [Seguramente hay alguna otra oración para consolar en el dolor, pero entonces se disminuye también la recompensa]. Así, la primera oración es mejor”. Y así fue como se tranquilizó.

Cuando el cuerpo sufre, el alma se santifica. La enfermedad hace que nos duela el cuerpo, esta casa nuestra hecha de tierra, pero al mismo tiempo se goza su soberano, es decir, el alma, en el palacio celestial que Cristo nos prepara a cada uno. Esta enseñanza espiritual, que es irracional para los hombres de este mundo, me regocija y me anima en las debilidades físicas que también yo tengo. Pero lo único que no pienso es en la recompensa celestial. Y me doy cuenta de que así pago mi ingratitud ante Dios, porque no he sabido responder a Sus grandes dones y bondades. Y esto, porque en mi vida entera todo es pasajero, tanto la vida monacal como las enfermedades que padezco. Dios me hace solamente indulgencias y también permite mis descensos. Pídanle que no me pague con esto en la vida presente, ¡porque, pobre de mí! Él me honraría si me permitiera sufrir aún más por Su amor, sólo que aumentándome mi capacidad de soportar, porque no quiero recompensas.

No es bueno que el hombre se halle completamente sano. Es mejor tener algo. ¡Cuántos beneficios me ha otorgado la enfermedad, aún más que la ascesis que pretendo practicar! Por eso, si hay alguno que no tenga deudas, que prefiera las enfermedades antes que la salud. Cuando el hombre está sano, se vuelve deudor. Y cuando está enfermo y enfrenta con paciencia el dolor, mucho habrá de recibir. Cuando vivía en el monasterio, un día vino a visitarnos un obispo, un hombre santo, muy anciano, que se llamaba Hieroteo, morador en la Ermita de Santa Ana. Antes de partir, cuando se estaba montando sobre su mula, se le levantaron un poco los pantalones y todos pudimos ver sus piernas muy hinchadas. Los monjes que le ayudaban a subirse a su montura se asustaron. Con una mirada llena de comprensión, él les dijo. “Estos son los dones más preciosos que Dios me ha dado. Y le pido que no me los quite”.

(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Viaţa de familie IV, Editura Evanghelismos, Bucureşti, 2003, p. 227-229)