Palabras de espiritualidad

Explicando lo que es la humildad

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Translation and adaptation:

Tal como la humildad, gracias a su inconmensurable fuerza, supera al pecado y nos eleva hasta el cielo, así también el orgullo, debido al lastre que representa, termina arrastrando a la rectitud, hasta hacerla caer con estrépito.

La humildad no consiste en que el pecador reconozca que lo es, sino en que, aún consciente de haber realizado grandes e importantes (buenas) obras, el hombre no piense cosas elevadas de sí mismo y se repita aquellas palabras del Apóstol Pablo: “Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor” (I Corintios 4, 4). Y, nuevamente: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (I Timoteo l, 15).

Esta es la humildad: que alguien, pudiendo exaltarse por sus virtudes, se haga el menor de todos. Y, para que entendamos por qué no es bueno pensar cosas elevadas de nosotros mismos, imaginémonos dos carrozas que corren intentando rebasarse. Los dos caballos que tiran de uno de los carros son la rectitud con el orgullo, en tanto que los del otro, el pecado con la humildad. Y veremos cómo el carro del pecado vence al de la rectitud, no porque el pecado tenga tanta fuerza en sí mismo, sino debido a la fortaleza de la humildad que en esta ocasión le acompaña. Así, el carro de la rectitud se queda atrás, no porque esta sea débil, sino debido a la carga del orgullo. Es decir, tal como la humildad, gracias a su inconmensurable fuerza, supera al pecado y nos eleva hasta el cielo, así también el orgullo, debido al lastre que representa, termina arrastrando a la rectitud, hasta hacerla caer con estrépito.

Y, para que veamos que un pecador humilde supera a un justo soberbio, recordemos al fariseo y el publicano del Evangelio: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano” (Lucas 18, 11). ¡Qué torpeza! El orgullo del fariseo no sólo le llevaba a elevarse más allá de toda la humanidad, sino que también se burlaba del publicano, en un gesto de clara necedad. ¿Y qué hizo el publicano? No respondió a la ofensa con ofensa, ni quiso burlarse también del fariseo, sino que soportó todo con indulgencia, logrando que la flecha del otro se hiciera para él un verdadero medicamento. Así, tenemos que las ofensas le dieron magnanimidad, y las acusaciones, una corona de honor.

Sí, todo esto representa la humildad y tal es su recompensa, cuando no nos perturbamos ante los insultos y no nos encendemos cuando nos ofenden. Y todos podemos obtener lo mismo que el publicano de la parábola. Aceptando las ofensas del otro, este se desvistió de sus pecados y, después de clamar: “¡Ten piedad de mí, que soy pecador!”, volvió a casa habiendo recibido la misericordia de Dios, mientras que el fariseo regresó tal como llegó. En esta ocasión, las palabras de humildad vencieron a las formas de la vanidad.

(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Omiliile la Postul Mare, Editura Anastasia, 1997)