Palabras de espiritualidad

La Cruz del matrimonio

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

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La familia presupone una cruz, porque en los tiempos en los que pareciera que nacen cada vez menos niños, los padres cristianos, en especial las mamás, asumen la responsabilidad de llevar en sus vientres a los pequeños con los que Dios las bendice y que son llamadas a aceptar, como verdaderos dones de parte Suya. Se puede identificar la cruz del parto, la de la procreación, la de la educación y la de formación, la de los padres para con sus hijos. De esta manera, les podríamos llamar, entre otras, “la cruz de la maternidad”, la “cruz de la procreación”, la “cruz del cuidado, de la atención a la educación”, la “cruz de la formación espiritual de los hijos”.

Muchas veces la vida monástica es considerada un estilo de vida más difícil que formar una familia o vivir “en el mundo”, entre los demás. Y este razonamiento no carece de verdad: el monaquismo presupone asumir voluntariamente los votos evangélicos, es decir, castidad, obediencia y pobreza. También hay laicos que tienden a creer que el monaquismo es mucho más simple, que es más fácil alcanzar la salvación haciéndose monje... Pero ignoran todas las tentaciones que atentan contra la paz y serenidad del monje que busca cómo avanzar en la vida espiritual.

La verdad es que tanto el monaquismo como la vida familiar son, ante todo, asuntos de vocación. Cuando tienes vocación para algo y deseas realizarlo con todo tu corazón, ningún obstáculo es suficiente para interponerse entre tú y ese propósito que has elegido. Pero, al mismo tiempo, tanto la vida monástica como la convivencia en el seno familiar significan una cruz. De hecho, todo lo que cuenta en nuestro camino a la salvación, consiste en una cruz, aunque no la podamos ver. El Padre Dumitru Staniloae hablaba de una cruz que está sobre el mundo. Esta se revela cuando el hombre comprende —como único ser racional, al que Dios ha ofrecido Su creación para que consiga conocerlo— su inagotable razón interior, esa que lleva en sí misma el “abismo de racionalidad” que ella significa y que da testimonio de un Creador todopoderoso y amoroso. El desconocimiento de esta razón, la explotación irracional y despiadada del mundo, buscando tan sólo la propia satisfacción y utilidad —el egoísmo—, hacen que esta cruz sea aún más pesada.

De igual manera, la familia tiene su propia cruz, aunque bajo distintas formas. Es una cruz, ante todo, para los que la aceptan (esta forma de vida), porque en estos tiempos en los que el número de matrimonios ha disminuido alarmantemente, en favor de las así llamadas uniones “libres” o “abiertas”, que no implican ninguna responsabilidad moral y a las que se puede renunciar en cualquier momento y sin mayor problema, ellos han decidido unir sus vidas, asumiendo recíprocamente deberes y responsabilidades.

Es una cruz porque, una vez consumada, la familia presupone la renuncia a sí mismos de los cónyuges, en búsqueda de la armonía en su relación, para alcanzar, junto al otro, la paz y la salvación. Luego, desde este punto de vista, el matrimonio presupone una renuncia mutua y sacrificio, con tal de alcanzar la realización recíproca.

La familia presupone una cruz, porque en los tiempos en los que pareciera que nacen cada vez menos niños, los padres cristianos, en especial las mamás, asumen la responsabilidad de llevar en sus vientres a los pequeños con los que Dios las bendice y que son llamadas a aceptar, como verdaderos dones de parte Suya. Se puede identificar la cruz del parto, la de la procreación, la de la educación y la de formación, la de los padres para con sus hijos. De esta manera, les podríamos llamar, entre otras, “la cruz de la maternidad”, la “cruz de la procreación”, la “cruz del cuidado, de la atención a la educación”, la “cruz de la formación espiritual de los hijos”.

La familia y la vida conyugal son un camino difícil, lleno de encomiables esfuerzos, porque cada uno de los esposos debe luchar, no sólo contra su propio “yo”, sino también, muchas veces, contra la fiereza del alma y la naturaleza del otro, con tal de arrancar y alejar toda inclinación al pecado y al desenfreno, por medio del tenaz trabajo y pronunciado equilibrio.

En el Juicio Final, cada uno de nosotros dará cuentas del modelo elegido para llevar su cruz personal, si ha sabido equilibrar, sobre sus hombros, la cruz familiar y si ha ayudado a aligerar la enorme cruz que está sobre el mundo.