Palabras de espiritualidad

La humildad nos devuelve al camino perdido

    • Foto: Alex Atudori

      Foto: Alex Atudori

“La misericordia de Dios es un fuego que quema. ¡Si tan solo lo buscáramos con tanto anhelo como amor paterno tiene Él para nosotros!”, dice San Juan Crisóstomo.

El segundo domingo del Triodo nos presenta la “Parábola del hijo pródigo”, aquel joven que malgastó en placeres toda la herencia paterna, hasta caer en la peor de las miserias, al punto de arrastrarse en el fango y desear la comida de los cerdos que cuidaba. En pocas palabras, llegó a ser esclavo de las pasiones más deshonrosas. ¿Qué le hizo pensar en su padre? La pobreza, el hambre, la miseria de su vida. Si el hombre no se humilla voluntariamente, Dios no le abandona; le envía tribulaciones, pruebas, enfermedades o sufrimientos para hacerlo espabilar. Porque la humildad física atrae más fácilmente la humildad espiritual, y el hombre se despierta, “vuelve en sí”. Los sacrificios de los ascetas: severos ayunos, vigilias de toda la noche y exigentes trabajos físicos tienen el mismo propósito: humillar el cuerpo, y, con esto, favorecer la humildad del alma. Aunque no practique la humildad voluntariamente, el hombre puede llegar, así, a darse cuenta del deplorable estado en el que se encuentra, de esclavitud y de impotencia para correr hacia Dios, Quien es el Único que puede salvarle. Estas dos actitudes se hallan estrechamente ligadas entre sí, y ambas son absolutamente necesarias para salvarse. El bandido en la cruz reconoció sus faltas y clamó: “¡Acuérdate de mí, Señor!”; por eso fue que escuchó: “¡Hoy estarás conmigo en el Paraíso! (Lucas 23, 42-43). Pero Judas, a pesar de haberse arrepentido de su falta, en vez de correr al Señor, se dirigó al templó, arrojó las monedas y después se ahorcó (Mateo 27, 5).

La “Parábola del hijo pródigo” tiene precisamente ese propósito: exhortanos a correr pronto al Padre, una vez nos demos cuenta del estado en el que nos encontramos, para no caer en la desesperanza. Y para apartar de nosotros toda duda, temor o vergüenza, nos presenta el más perfecto ícono de la misericordia y la bondad divinas. Por muchos pecados que hayamos cometido, no tenemos que dudar que el perdón; la misericordia y el amor de Dios para con nosotros es simplemente invencible, porque Él “tanto amó al mundo, que dio a Su Hijo Único, para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). “La misericordia de Dios es un fuego que quema. ¡Si tan solo lo buscáramos con tanto anhelo como amor paterno tiene Él para nosotros!”, dice San Juan Crisóstomo.

(Traducido de: Protosinghelul Petroniu Tănase, Ușile Păcăinței, Editura Mitropoliei Moldovei și Bucovinei, Iași, 1994, pp. 18-19)