Palabras de espiritualidad

La sumisión voluntaria

    • Foto: Constantin Comici

      Foto: Constantin Comici

Translation and adaptation:

¡Oh, hermano, muéstrame tu cerviz lacerada, como nuestro Señor mostró Su rostro golpeado...!

«Padres, hermanos e hijos míos: si los hombres, cuando son llamados por el rey del mundo a a la gloria y la riqueza, los banquetes y los placeres, acuden inmediatamente y con devoción, sin pensárselo dos veces y llenos de alegría, ¿no deberíamos acudir con mayor dignidad al llamado del rey de todos, Dios? Porque Él no nos llama a las bondades pasajeras, sino al Reino de los Cielos, a la luz que no se termina y a la vida eterna; en otras palabras, a heredar los bienes que son eternos. Acudamos con gozo y fervor, cada día y a cada instante, para luchar, esforzándonos con la ascesis, con el hambre, la sed y cualquier otra clase de privaciones. No le temamos ni a la espada ni a la muerte; más bien avancemos llenos de valentía, sin miedo y con alegría. Soportemos todo como si fuera algo fácil de conseguir, para nuestra feliz esperanza. Porque, si hay alguno ocioso y negligente en el sacrificio, es que su alma no está despierta, sino aletargada por el sueño. Precisamente por esto les pido, hijos míos y hermanos muy amados, ya que sabemos que esta labor es algo inconmensurable, divino y gozoso, soportemos la sumisión más virtuosa y practiquemos sus actos de valor, es decir, renunciando a nuestra propia voluntad, siendo obedientes y sumisos, rechazando juzgar a nuestros hermanos. Entonces, en verdad, podremos pronunciar aquellas palabras apostólicas: “porque actualmente enfrentamos el hambre y la sed, estamos desnudos, somos difamados y atormentados, pero a todo esto lo vencemos en Dios, Quien nos amó”. Esmérense también, hijos míos, en la fuerza de Su poder y a los trabajos pasados agreguen los de ahora, incluso los de mañana, con el gozo de ser dignos de sufrir todo esto por nuestro Señor Jesucristo. Acuérdense de todo lo que Él sufrió por nuestra salvación. ¿Acaso no se hizo un niño como lo fuimos nosotros? ¿Es que no tuvo que huir de la ira de Herodes? ¿Acaso no obedeció a Sus padres? Cuando tenía doce años, ¿no se quedó en la iglesia consolando a los que buscaban ese conocimiento? ¿No caminó durante largas y extenuantes jornadas? ¿No soportó el hambre, alimentándose sólo de la higuera? ¿Es que no fue difamado por los judiós? ¿No le decían que “tenía un demonio” y que con la fuerza del mismísimo maligno era que echaba demonios? ¿Acaso no le arrojaron piedras y fue hostigado, hasta que se apartó de ellos? ¿No ayunó cuarenta días y fue tentado por el demonio, como hombre, cuando le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras”, y Él le respondió: “Apártate, Satanás”? ¿Acaso no les lavó los pies a Sus discípulos, como si fuera un sirviente? ¿No fue vendido por Judas y apresado por los judíos? ¿No fue juzgado por Anás y Caifás? ¿No fue abofeteado? ¿No fue golpeado por los hombres de Pilato, por esas manos que Él mismo creó? ¿Es que no le pusieron una corona de espinas y se burlaron de Él? ¿Acaso no lo clavaron en una cruz, atravesándole las manos y los pies? ¿No le atravesaron el costado con una lanza y le dieron hiel para beber? ¿No fue sepultado y después resucitó al tercer día, siendo Dios? Luego, recordando todo esto, ¿cómo podemos decir que hemos sufrido? ¡Oh, hermano, muéstrame tu cerviz lacerada, como nuestro Señor mostró Su rostro golpeado...! Pero mejor no me muestres nada, porque todo tu ser fue santificado con Sus sufrimientos. Así, al menos las afrentas más pequeñas acéptalas con gozo, y Dios te enaltecerá con Su inmensa bondad en Su Segunda Venida, con tu congregación. Y es que la vida monacal no es otra cosa que una promesa de crucificarte y ser sepultado. Por eso, a todos y cada uno les digo todo esto, porque sabemos bien que ninguno de nosotros ha soportado ni una fracción de lo mencionado. Entonces, esforcémonos y llenémonos de valor, animándonos los unos a los otros en nuestra obediencia, cumpliéndola con alegría y realizando todo lo que Cristo nuestro Señor nos ha confiado, a Quien debemos toda gloria y poder, por los siglos de los siglos. Amén».

(Traducido de: Sfântul Teodor Studitul, Cuvântări duhovnicești, Editura Episcopia Alba Iulia, p.85-86)