Palabras de espiritualidad

No juzgues a nadie, especialmente a quien no conoces

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

      Foto: Bogdan Zamfirescu

Translation and adaptation:

Desde ese día, el patriarca empezó a honrar aún más a los monjes, sin hacer ninguna excepción. Y, como un buen pastor, les enseñaba a sus ovejas a que no juzgaran a nadie, y que cada uno viera solamente sus propios pecados.

El padre Juan cultivaba principalmente una virtud: era muy cuidadoso en no juzgar a nadie, sin importar las faltas que los demás cometieran, especialmente si se trataba de algún monje. Mucho tiempo atrás cometió el error de juzgar a uno, y desde entonces nunca más volvió a hacerlo. He aquí el breve relato de lo sucedido:

Un joven monje tenía ya varios días caminando por las calles de Alejandría, en compañía de una doncella muy hermosa. Al ver esto, muchas personas se escandalizaron, creyendo que era por causa del pecado que los dos jóvenes andaban juntos. Así, algunos corrieron a avisarle a San Juan el Misericordioso. Este ordenó en el acto que aprehendieran a la extraña pareja y que los encerraran separados.

Esa misma noche, el joven monje se le apareció en sueños al patriarca, enseñándole su espalda llena de heridas, mientras decía: «¿Realmente te agrada esto, señor? ¿Así es como te enseñaron los Apóstoles a cuidar el rebaño de Cristo? ¿A la fuerza, no voluntariamente? Créeme que te engañas». Y desapareció. El patriarca se despertó en el instante y, sentándose a la orilla de su lecho, empezó a meditar sobre lo que debía hacer, profundamente acongojado. Al amanecer, ordenó que trajeran al joven monje ante su presencia, para comprobar si era el mismo del sueño. El pobre muchacho apenas podía mantenerse de pie, por el dolor de las heridas que le habían hecho en el calabozo. Al verlo, el patriarca se quedó como de piedra, incapaz de pronunciar una sola palabra. Luego de unos instantes, habiéndose recobrado, le pidió al monje que le enseñara su espalda, para comprobar si tenía las mismas heridas que había visto en su sueño. El monje aceptó y empezó a quitarse el hábito. Pero, debido a que casi no podía moverse por causa del dolor, no pudo evitar que el manto se le cayera por completo, y todos pudieron ver que estaba castrado. El patriarca sintió un hondo remordimiento y ordenó que se apartara de la iglesia, por tres años, a quienes habían denunciado al monje. Y a este le pidió perdón, diciéndole: «Perdóname, hermano, por haber actuado de esta manera. He errado ante Dios y ante ti. Sin embargo, no tenías por qué andar con esa muchacha por toda la ciudad, vestido con tu hábito de monje, sabiendo que podías hacer que muchos cayeran en la tentación de juzgarlos a ustedes».

Entonces, el monje habló con humildad: «Créeme, señor, que no miento. Permíteme que te cuente todo. Hace algunas semanas fui a Gaza, con la idea de venerar el sepulcro de los Santos Mártires Ciro y Juan. Una noche, esa doncella me salió al encuentro y, arrojándose a mis pies, me pidió, con un profuso llanto, que le permitiera acompañarme. Yo rechacé semejante idea, y seguí mi camino. Pero ella empezó a seguirme, suplicándome: “¡Hago votos ante el Dios de Abraham, Quien vino a salvar a los pecadores y volverá para juzgar a vivos y muertos, para que no me abandones!”. Al oír esto, le dije: “¿Por qué hablas así, mujer?”. Y ella, suspirando, agregó: “Soy una pagana, pero quiero renunciar a la fe de mis padres y convertirme al cristianismo. Por eso, padre, te ruego que no me dejes aquí, y que ayudes a que se salve esta alma sedienta de creer en Cristo”. Ante semejantes palabras, sentí temor del juicio de Dios y, aceptando que viniera conmigo, empecé a instruirla en la fe cristiana. Cuando llegamos al sepulcro de los Santos Mártires, la bauticé en la iglesia del lugar, y desde entonces me acompaña, con el corazón completamente puro, hasta que pueda dejarla en algún monasterio de mujeres».

Conmovido por lo relatado, el patriarca exclamó: «¡Cuántos siervos de Dios hay ocultos, en tanto que nosotros, por pecadores, los desconocemos!». Y le contó lo que había soñado aquella noche. Después, pidió que trajeran cien monedas y se las dieran al monje. Pero este rechazó todo, diciendo: «El monje que realmente cree en Dios sabe cuidar de sí mismo, y no necesita nada de oro. Y quien necesite oro, es porque no cree que Dios existe». Y, después de hacer una postración ante el patriarca, se fue.

Desde ese día, el patriarca empezó a honrar aún más a los monjes, sin hacer ninguna excepción, y ordenó que se construyera un monasterio en la ciudad, para acoger a los monjes forasteros. Y, como un buen pastor, les enseñaba a sus ovejas a que no juzgaran a nadie, y que cada uno viera solamente sus propios pecados. ¡Gloria a Dios, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos! ¡Amén!

(Traducido de: Proloagele, volumul I, Editura Bunavestire, pp. 272-273)