Palabras de espiritualidad

Nuestra fe y la de un hombre justo que todo lo soportó

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Y, con todo, aunque tenemos todo ese impresionante auxilio, ante Job nos vemos como una mosca ante un elefante.

Nuestra Iglesia Ortdoxa conmemora al Santo y Justo Job, el Sufriente. ¿Por qué? Precisamente por lo mucho que sufrió. En verdad, muchos sacrificios hizo Job. Y recibió muchas coronas por sus victorias. ¿En dónde? En el mar de la vida. Vemos en su biografía, que este santo vivió en la época, en los años en los que no existía aún la Iglesia Ortodoxa, ni Cristo había descendido, ni se había encarnado Dios-Verbo, ni el mundo había conocido aún la vida de Cristo, ni había visto a Dios en un cuerpo de hombre, ni había conocido Sus milagros, ni nada. Y, sin embargo, por su sencilla fe en el Creador, en el Hacedor de todo, se hizo un gran guerrero y asceta de Dios. Por medio de una fe simple, contemplando la creación, viendo la obra de lo creado, pudo conocer el mundo superior, las estrellas y las épocas, viendo cómo funcionaba todo sin interrupción, desde siglos inmemoriales, sin que alguna criatura se desviara de Su creación, aún tratándose de la más pequeña de todas. “¿Cómo es posible que todas las cosas materiales fueran creadas con tanta destreza y funcionen con semejante exactitud científica, sin la existencia de un Creador?”, se pregunta. La razón de Job y su conciencia, le inspiraron un una fe muy sólida. Con ese reconocimiento, con esa fe en el Creador, él se hizo un gran creyente. Basándose en esta fe y caminando en ella, enfrentó al gran monstruo, al demonio, padre de la mentira. Job era, como testifica el Mismo Dios, puro, justo, devoto: era el hombre más bueno del mundo. Tenía siete hijos y tres hijas.

Dios le permitió al demonio que le tentara, pero sin confundirle la mente... Y comenzaron a venir toda clase de pruebas y grandes tentaciones. Sus hijos murieron, perdió todo lo que tenía, se enfermó durante muchos años... pero él seguía alabando a Dios. No le quedó nada en pie, ni amigos, ni esposa, ni hijos, ni bienes, ni salud, nada. Le quedó solamente una mente segura y su fe en Dios. Era hombre. También Cristo cayó de rodillas cuando caminaba con la Cruz a cuestas, de camino al Gólgota. Y cuando fue crucificado, en medio de los más terribles dolores y tormentos, para demostrar que era hombre en esos momentos de sufrimiento, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. No porque hubiera sido abandonado, sino simplemente desde su humanidad y porque quería que, por medio de Su ejemplo y Su vida, como modelo nuestro, viéramos que el hombre tiene la capacidad de soportar, así como la paciencia y el conocimiento. Además, para que tuviéramos Su fervor y paciencia. Exactamente lo mismo tuvo que probar Job; en un momento tan difícil, bajo una extraordinaria presión psicológica, dijo: “¿Para qué nací? ¿Para qué nací? Maldito sea el día en que nací y que su luz deje de brillar”. Cuando Dios vio que estaba a punto de ceder, vino, le sostuvo y le dijo: “¡Espera! ¿Sabes por qué fuiste puesto a prueba? ¿Sabes por qué permití que te pasara todo esto? Para mostrarte como un santo. Para hacerte un ejemplo de paciencia para las generaciones venidesras. Y para que tu ejemplo de vida y sufrimiento sea de provecho para todos aquellos que vendrán, fortaleciéndolos ante las pruebas de la vida”. Es entonces cuando empieza a reprenderlo como un padre y, “científicamente”, le pregunta: “Dime, cuando Yo creé la tierra, ¿en dónde estabas tú? ¿Acaso sabes de dónde provienen las nubes? ¿Acaso esto? ¿Acaso lo otro?”. Y Job responde: “Había escuchado con mis oídos que eras piadoso, que eras... Pero, ahora te he visto con mis ojos. Te he sentido con mi corazón y me he humillado, es decir que me he aniquilado a mí mismo, y he dicho que no soy sino polvo y ceniza. No soy nada más que arcilla y ceniza pisoteada por la gente. Esto soy. No soy nada importante”. Así, luego de que Dios bendijo a Job por su fe y humildad, lo sanó de su enfermedad y le dio más bienes que antes.

Me asombra la diferencia de voluntad, de paciencia espiritual, pero también de la diferencia diametral entre la fe del sufriente Job y la paciencia que nos caracteriza en nuestros días. Porque, de hecho, hemos visto que Job tenía una fe simple en Dios, con la cual veía simplemente la criatura en su funcionalidad. Y nosotros, por otra parte, tenemos tantas cosas, como el auxilio constante y firme de los santos en nuestra vida diaria. Y, sin embargo, hay una terrible diferencia en la forma como enfrentamos las tentaciones y las pruebas que sufrimos.

Tenemos el estremecedor ejemplo de Cristo como modelo. Tenemos a los Apóstoles, a los justos. Además, tenemos el auxilio de la Iglesia Ortodoxa. Tenemos los Sacramentos y el inefable misterio que tiene lugar cada Divina Liturgia, cuando comulgamos, cual transfusión espiritual, del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por medio del Sacramento de la Divina Eucaristía, comulgamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo, haciéndonos uno con Él.

Y, con todo, aunque tenemos todo ese impresionante auxilio, ante Job nos vemos como una mosca ante un elefante. Tal es la diferencia entre nosotros y él. Job soportó tanto dolor, tanto martirio... y, cuando a nosotros nos surge un dolor, por pequeño que sea, en un diente o en alguna de las extremidades, o sufrimos por alguna situación familiar, y nos vemos —yo el primero— cayendo derrotados, desesperanzados, diciendo: “¡Todo se acabó!”. Y esto, a pesar de que tenemos tantos ejemplos para fortalecer nuestra fe y enfrentar las pruebas, capaces de llevarnos aún a la más ínfima de las victorias.