Palabras de espiritualidad

Para entender mejor el Sacramento de la Confesión

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

La Confesión no es un final, sino el comienzo de una nueva vida. La contrición (“metanoia”) significa “transformar la mente”, cambiar de forma de vida y de sentir, en una estrecha colaboración con la Gracia de Dios.

La Confesión es esencial para cada cristiano que ha sido bautizado en el nombre de la Santísima Trinidad. Por medio del Bautismo, el hombre recibe un atuendo de luz no-creada, un ángel custodio y un lugar en el Cielo, pero, especialmente, es adoptado por Dios. Con esto se convierte en ciudadano del Cielo y familiar con Dios, en un hijo de Dios por la Gracia.

A medida que el hombre crece, aquel atuendo luminoso de la vida se oscurece por causa de los pecados, se ensucia con las faltas cometidas y tiene que ser lavado frecuentemente, de forma rítmica y consciente, por medio del Bautismo de las lágrimas, es decir, con el Sacramento de la Confesión. Este es indispensable para que podamos crecer en Cristo, tal como la limpieza del hogar también es necesaria, lo mismo que lavar nuestro cuerpo y practicar otras medidas de higiene. La Confesión es, así, la purificación del alma de todos sus pecados frente a Dios, Quien nos perdona, y en presencia del padre espiritual, quien, por medio del Espíritu Santo, da los consejos y el tratamiento espiritual que debe seguirse en cada caso en particular.

Miles de personas que se declaran cristianas no entienden por qué su vida está tan llena de sufrimiento, de oscuridad y de muerte. En la mayoría de casos, esto es culpa de los pecados, los cuales sofocan nuestra vida e instauran una dependencia del mal y un alejamiento de Dios. La falta de confesión es como si el aire a nuestro alrededor empezara a enrarecerse; es una asfixia espiritual, es como una semilla tratando de sobrevivir entre las espinas. Es una muerte espiritual.

La mayoría de veces, las personas que no se han confesado nunca, o solamente cuando eran jóvenes —y por mandato de sus padres—, sienten temor y vergüenza ante la sola idea de confesarse, y buscan cualquier justificación para evitar la purificación general de su alma y su vida. El rubor ante el sacerdote no tiene que ser más grande que la vergüenza que experimentaremos ante la humanidad entera y ante los ángeles, cuando nuestros pecados sean revelados y seamos arrojados al fuego eterno. El sacerdote es un hombre como nosotros, un pecador, y también él necesita tener su propio confesor. Además, sabe y conoce de qué pecados le hablamos, y puede discernir su gravedad, su fuerza, nuestra costumbre de pecar, los pecados que adquieren un carácter crónico y también los ocasionales, acompañados de un sentimiento de arrepentimiento o de la simple indiferencia, etc.

A nadie le agrada revelar los oscuros secretos de su alma ante Dios. Pero, aunque no lo queramos, Él los conoce y nos ha visto pecar. Así, esa misma vergüenza tendría que habernos detenido cuando estábamos por caer en falta, no cuando tenemos que limpiarnos de todas nuestras iniquidades. La contrición debe ir acompañada por las lágrimas de arrepentimiento, la decisión de no pecar más, el rechazo al pecado y la conciencia de nuestra debilidad e impotencia. Es un momento para arder las espinas de nuestros pecados, para cauterizar el mal que hay en nosotros. La confesión es una operación dolorosa, si es honesta y total, por la cual se extirpa de nosotros cualquier fuente de mal, cualquier prejuicio, complejo y catalizador del pecado. En este momento de cirugía espiritual, Dios convierte en nada nuestros pecados, los borra de Su infinita memoria y, por medio del amor, nos da la fuerza del Espíritu Santo para que no volvamos a cometerlos. San Juan Crisóstomo decía, a propósito del Sacramento de la Confesión: “Si nosotros nos acordamos de nuestros pecados, Dios los olvidará. Pero, si los olvidamos, Él los recordará”.

He aquí algunos consejos que deberíamos poner en práctica al ir a confesarnos, especialmente si se trata de la Primera Confesión, o si nos confesamos después de mucho tiempo.

1. Habla con tu padre espiritual. Una conversación previa, antes de confesarte, puede eliminar todos los temores, los prejuicios y las ideas erróneas sobre este sacramento. Una plática libre y franca representa también una preparación mental para confesar nuestras faltas. Tu padre espiritual te puede decir qué oraciones puedes hacer antes de confesarte, en dónde encontrar una guía para la cofesión, etc.

2. Lee las oraciones que preceden al Sacramento de la Confesión. La Confesión es un ejercicio espiritual complejo, que llega a las raíces de nuestras caídas espirituales. ¿Acaso hay un camino mejor para reconciliarnos con Dios, que la oración? La oración nos ofrece una sensibilidad y una atención más sólidas para el momento de la Confesión, además de proveernos la capacidad de sentir los efectos del mal en nuestra vida. Asimismo, nos enciende la añoranza de Dios y nos purifica interiormente, ayudándonos a avivar el pesar por las faltas cometidas y la determinación de no volver a pecar. Dios puede perdonar cualquier pecado, si nos confesamos con sinceridad y si seguimos el tratamiento prescrito por el Médico.

3. Reflexiona sobre tus pecados. Un período de meditación, de pensamiento restrospectivo y anticipativo sobre nuestra vida, el recuerdo de una vida de pecado y la decisión de abandonar nuestra anterior forma de vida, una clasificación de nuestras caídas, desde los pecados más “pequeños” hasta los que matan el alma, todo eso es necesario antes de hablar con Dios. El corazón, una vez recibe el consuelo de la oración, siente con más fuerza la necesidad de arrepentirse. En este estadio se centran los sustitutos de la confesión que practican los protestantes, en los cuales el diálogo con Dios es anulado y queda solamente una introspección mental, inútil desde el punto de vista de la Gracia. Algunas personas se guían por el Decálogo, otros le piden al confesor que los cuestione. Lo más indicado es, con todo, una guía para la Confesión, en donde podemos encontrar todos los pecados posibles.

4. Debes tener un corazón lleno de pesar. Acercarse al Sacramento de la Confesión representa un paso hacia Dios. La renuncia a los pecados y las pasiones debe hacerse con compunción del corazón, con pesadumbre por el mal cometido y con el anhelo de sanar las heridas de tu alma, mismas que entristecen a Cristo. El modelo de arrepentimiento que tenemos es el publicano de la parábola del Señor. Así pues, la humildad, el arrepentimiento, la mirada dirigida abajo, el realismo al aceptar tus debilidades espirituales, la conciencia del pecado, pero también la esperanza del perdón, el anhelo de la virtud, la promesa de guardar la luz en el alma, todo eso es necesario para una confesión sincera. La sanación del pecado significa renunciar a él y cultivar una permanente atención para no caer de nuevo en esa misma oscuridad. El confesor tiene que escuchar lo que está podrido y te hace daño, no lo que está bien en tu interior. La Confesión no no es un relato de nuestra vida, sino un examen para extirpar el pecado y el mal de nuestra alma.

5. Sé conciso. Al confesarte, debes describir brevemente todos tus pecados, sin apelar a circunstancias y recuerdos colaterales, o a evocaciones particulares. El sacerdote puede preguntarte lo que considere necesario, para sopesar la gravedad del pecado. Con todo, la Confesión no debe hacerse demasiado “general”, para permitirle al sacerdote ver la amplitud y el enraizamiento del hombre en el pecado, o lo contrario. 

6. Habla claro. No intentes usar eufemismos o llamar a un pecado de una forma distinta. Expresiones como “fui tentado”, “caí en la trampa”, etc., no significan nada en la oikonomia del examen y el perdón.

7. Confiésate completamente. Es importante que hables de todos tus pecados, sin esconder ninguno de ellos. El propósito de la Confesión no es el de salir bien librado de un examen, sino de eliminar los pecados que se han ido acumulando en tu alma y conocer la verdad de ti mismo. Es inútil acudir al médico, si no le muestras en dónde te duele ni le explicas cómo te duele, sino otra cosa. Esconder los verdaderos síntomas de una dolencia es igual a perpetuar esa enfermedad y agravarla. Omitir un solo pecado hace que tu Confesión sea incompleta.

8. Acepta el canon de penitencia y cúmplelo fielmente. La epitimia o canon no es, de ninguna manera, un castigo por haber pecado, sino un medicamento que alivia el dolor y sana las heridas interiores del alma. Usualmente, el canon debe ser proporcional con el pecado: oraciones, caridad, postraciones, ayuno, etc. El canon puede consistir también en privarnos temporalmente de la Santa Comunión, si la gravedad de los pecados así lo amerita. El canon es una realidad flexible, que depende de cada caso en particular, y tiene como objetivo acentuar la atención del penitente en la verdadera vida espiritual.

9. La confesión es un nuevo comienzo. Los pecados confesados son perdonados por Dios, pero las heridas causadas en el alma se quedan allí. Por eso, tienen que ser sanadas por medio de la oración y el cumplimiento del canon, pero también con una presencia rítmica y atenta al Sacramento de la Confesión, para erradicar las raíces y las causas del pecado. Tratar el pecado, sin tomar en cuenta su origen, es igual a tratar los efectos, sin eliminar la causa de la enfermedad. La Confesión no es un final, sino el comienzo de una nueva vida. La contrición (“metanoia”) significa “transformar la mente”, cambiar de forma de vida y de sentir, en una estrecha colaboración con la Gracia de Dios.  

10.  La Confesión es una realidad que debe ser repetida con frecuencia. Para limpiar sistemáticamente el alma y para crecer espiritualmente, el hombre necesita confesarse, del mismo modo en que necesita limpiar su cuerpo. Una vez abandona sus viejos pecados, el hombre se vuelve más atento, incluso a los oscuros matices de la vida, y confiesa no solamente sus malas acciones, sino también sus pensamientos, sus intenciones, sus ideas… todo eso que podría traer oscuridad a su vida. Así pues, un hombre con una vida espiritual avanzada, junto con la humildad, fortalece y profundiza su confesión, como un punto de encuentro con Dios y como una contabilidad interior del alma, en lo que llega el momento del Juicio de Dios.