Palabras de espiritualidad

Para renunciar al orgullo

    • Foto: Stefan Cojocariu

      Foto: Stefan Cojocariu

Entonces, el ángel le dijo que para Dios no hay nada más pestilente que el orgullo. Una vez dicho esto, desapareció.

Un asceta le pidió a Dios que le hiciera digno de recibir distintas revelaciones. Así, sucedió que un día, al salir de su celda para dirigirse al pueblo más cercano, en el camino se encontró con un ángel. Aquel monje no sabía que quien caminaba a su lado era un ángel, sino que le pareció que se trataba de un hombre normal. Al cabo de una hora encontraron un caballo muerto al lado del camino. Al pasar, el asceta se cubrió la naríz con la mano, pero el ángel no hizo ningún gesto. Más tarde, se toparon con los restos descompuestos de un buey, cuyo hedor parecía aún más penetrante que el del primer animal. Nuevamente, el monje se cubrió la naríz, mientras que su acompañante parecía no observar nada más que su propio andar. Luego de avanzar un buen trecho, vieron que a medio camino había un perro muerto. Esta vez el asceta no pudo sino cubrirse la naríz con ambas manos, en tanto que el ángel no hizo el más mínimo ademán.

Cuando estaban por entrar al pueblo, se cruzaron con una joven muy hermosa, vestida y adornada con toda suerte de atuendos caros y elegantes. Rápidamente, el ángel se cubrió la naríz. Viéndolo el monje, se detuvo y le dijo:

¿Qué eres? ¿Un ángel? ¿Un hombre? ¿Un demonio? Cuando pasamos junto a los pestilentes restos de aquellos animales, nada pareció molestarte. ¡Pero, al pasar al lado de esta bella joven, te llevas inmediatamente las manos a la naríz!

Entonces, el ángel le dijo que para Dios no hay nada más pestilente que el orgullo. Una vez dicho esto, desapareció. Al salir de su asombro, el asceta corrió de vuelta a su celda y cayó de rodillas; ahí, entre lágrimas, le pidió a Dios el perdón de sus pecados y que le librara de caer de las trampas del demonio, como el orgullo, para no ser condenado.

(Traducido de: Sfântul Cosma Etolianul, Viața și învățăturile, Editura Evanghelismos, 2010, pp. 179-180)



 

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