Palabras de espiritualidad

¿Quién dijo que los conflictos entre esposos no tienen solución?

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Debe enseñarle, no solamente con palabras, sino también con sus propios actos, que la pobreza no es mala en sí misma, y que es preferible a la gloria de este mundo. Tiene que enseñarle a amar la humildad, y verá cómo ella deja de lamentarse y anhelar el bienestar material de otros.

El Apóstol dice que todos los problemas conyugales tienen solución, si el hombre ama a su esposa y la mujer respeta a su esposo. Lo que no hizo fue explicar cómo poner en práctica esa recomendación. Intentaré hacerlo yo: despreciando el dinero, confiando en las virtudes del alma y cultivando el temor de Dios.

“Cualquier cosa que haga el hombre, buena o mala, será recompensada de forma ecuánime por el Señor” (Paráfrasis de Efesios 6, 8). Así las cosas, no es por ella, sino por Cristo —y obedeciéndole a Él— que el hombre tiene que amar a su mujer. Si se toma en cuenta este aspecto, no habrá tentaciones o disputas que pretendan hacerse un sitio entre marido y mujer. La mujer no debe prestar atención a quien venga a decirle cosas malas de su marido. De igual forma, no tiene por qué dedicarse a investigar, siguiendo alguna sospecha, en dónde entra y de dónde sale su compañero de vida. El hombre, por su parte, no debe permitir que nadie calumnie a su esposa, pero tampoco debe provocar deliberadamente sospechas en ella con su comportamiento. Por ejemplo, hermano, ¿por qué deambulas de un lado  a otro todo el día, regresando a tu hogar ya bien entrada la noche, sin darle una explicación satisfactoria de tu comportamiento a tu mujer? Si ella te lo reprocha, no lo tomes a mal. Sus reproches provienen del amor que te tiene; no son una desfachatez o una muestra de frialdad. Porque te ama, siente temor. ¿A qué le teme? A que aparezca otra mujer que venga a quitarle lo que más quiere, destruyendo el lazo conyugal que hay entre ustedes. Luego, tu deber es hacer todo lo posible por no amargar a tu esposa.

En lo que respecta a la mujer, en ningún caso tiene que desconsiderar a su esposo, especialmente si es de extracción pobre. No tiene permitido lamentarse o tratar de ofenderlo, diciéndole: “¡Cobarde, miedoso, perezoso, vago y dormilón! ¿Ya viste a fulano? Aunque viene de una familia pobre, con trabajo y sacrificio ha logrado acumular una gran fortuna. ¿Qué decir de su esposa? Todo el tiempo anda bien vestida y se pasea en una hermosa carroza, además de tener un gran número de sirvientes a su disposición. ¡Pero solo a mí se me ocurrió elegirte a ti, un inútil pobretón!”. ¡La mujer no debe hablarle así a su marido! Pero ¿qué debe hacer para no perder la paciencia, aun en la pobreza en la que viven? Que piense en otras mujeres que son más pobres que ella. Que piense en todas esas muchachas de buena familia que no han recibido nada de sus maridos, y que, en muchos casos, han visto cómo estos dilapidaban la hacienda familiar. Que piense en todos los peligros que entraña vivir con holgura, y entenderá por qué es mejor llevar una vida más austera, pero tranquila. En general, si ama a su esposo, no se quejará de él. Preferirá tenerlo a su lado, aun sin bienes materiales, pero libre del desasoego que suele acompañar a los asuntos comerciales.

Por su parte, cuando escuche a su esposa lamentarse o decir cosas negativas, el marido no tiene permitido insultarla o golpearla, con el pretexto de estar legitimado para mandar sobre ella. Lo que tiene que hacer es aconsejarla en paz, sin atreverse a alzar la mano en contra de ella. Tiene que enseñarle la filosofía celestial, que es cristiana y que constituye la verdadera riqueza. Debe enseñarle, no solamente con palabras, sino también con sus propios actos, que la pobreza no es mala en sí misma, y que es preferible a la gloria de este mundo. Tiene que enseñarle a amar la humildad, y verá cómo ella deja de lamentarse y anhelar el bienestar material de otros.

(Traducido de: Sfântul Ioan Gură de Aur, Problemele vieţii, traducere de Cristian Spătărelu și Daniela Filioreanu, Editura Egumenița, Galați, pp. 113-115)