Palabras de espiritualidad

Un breve relato sobre la fuerza de la “Oración de Jesús”

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

El monje, recobrándose y meditando en lo que acababa de vivir, se alegró mucho por haber mermado a los demonios y le dio gracias a nuestro Señor Jesucristo.

Cierto monje, practicante de la oración mental y del corazón, tuvo la siguiente visión mientras oraba:

«Vio con su mente que estaba en el infierno, en el Tártaro, en donde moran todos los demonios. En aquel lugar advirtió que había una fortaleza muy grande, cubierta por una oscuridad tan densa, que casi se podía tocar —la misma de la cual dice nuestro Señor Jesucristo: “Ahí serán las tinieblas de afuera...”—, porque ni siquiera un rayo de luz podría penetrar en aquel sitio. Por eso fue que el Señor decidió que ahí debían habitar los demonios, por los siglos de los siglos.

Las puertas de aquella fortaleza eran enormes y pesadas, y eran custodiadas por algunos demonios de una fealdad espeluznante. Adentro había una legión inmensa de demonios. Algunos salían y otros entraban, cual abejas en una colmena. El monje se quedó a un lado del camino, agazapado, con la frente apoyada sobre las rodillas y con el cuerpo arqueado. Con dolor y pesadumbre, comenzó a decir: “¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”. Orando de esta forma, a cada invocación salía de su boca una llamarada de fuego inmaterial, que se dirigía hacia alguno de los demonios que estaban ahí, abrasándolo e inmovilizándolo. Luego de un rato de orar sin detenerse, el monje comprobó cómo, con el Don de Dios, había conseguido arder a un buen número de los demonios que se hallaban a las puertas del infierno. Los que estaban dentro de la fortaleza notaron con estupor cómo habían desaparecido muchos de sus congéneres, y vieron también la espada de fuego de la “Oración de Jesús” que los diezmaba. Sin embargo, eran incapaces de ubicar el origen de aquella llamarada, porque el Nombre de Dios los aturdía, del mismo modo en que el humo marea a las abejas. Entonces, decidieron ir a informarle a su monarca, quien, al enterarse de esta desgracia, se enfadó enormemente, pero no quiso salir de la fortaleza, temeroso de que también el pudiera ser calcinado. Sin embargo, ante la desesperación, en un momento dado sacó la cabeza afuera de la fortificación, para al menos comprobar lo que estaba pasando y tratar de divisar de dónde provenía aquel fuego que exterminaba a sus huestes. En ese momento, la llamarada le alcanzó en el rostro, quemándoselo. Entonces, se volvió rápidamente adentro, cerrando completamente las puertas del infierno.

Y el monje, recobrándose y meditando en lo que acababa de vivir, se alegró mucho por haber mermado a los demonios y le dio gracias a nuestro Señor Jesucristo, alabándolo por el poder y la Gracia que otorga a quienes le aman con toda el alma y piden Su auxilio desde lo profundo del corazón».

(Traducido de: Cleopa Paraschiv, Arhim. Mina Dobzeu, Rugăciunea lui Iisus, Editura Agaton, Colectia „Rugul aprins”, Făgăraș, 2002)