Palabras de espiritualidad

Un milagro de la Madre del Señor, ante la incipiente devoción de un pequeño niño

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Aquellos esposos tenían un niño de 3 años, quien, viendo cómo sus papás se detenían ante el ícono y oraban, aprendió a hacer lo mismo, inclinándose con veneración cada vez que pasaba por aquel lugar.

En cierto paraje de Lombardía (Italia), vivía una familia muy virtuosa. Ambos esposos eran muy devotos de la Madre del Señor, tanto, que le pidieron a un pintor que les hiciera un bello, imponente y costoso ícono de la Virgen en una de las paredes principales de la casa..

Todos los días, cada vez que pasaban frente a aquel ícono, lo veneraban y elevaban cánticos exaltando a la Madre de nuestro Señor. Como bendición por esta buena costumbre, la Madre del Señor les enviaba toda clase de alegrías y beneficios. Los vecinos conocían a aquella familia como “los serenos”.

Aquellos esposos tenían un niño de 3 años, quien, viendo cómo sus papás se detenían ante el ícono y oraban, aprendió a hacer lo mismo, inclinándose con veneración cada vez que pasaba por aquel lugar.

Cuando empezó a hablar, aprendió también los cánticos religiosos que entonaban sus padres, no necesariamente por devoción, sino por la costumbre de escucharlos constantemente. Viendo a la Madre del Señor sentada en un trono, creía que se trataba de la señora, la soberana de la casa. Por eso era que la respetaba y se inclinaba ante el ícono, viendo que lo mismo hacían sus padres.

Un día, jugando con otros niños a orillas del río, el pequeño cayó al agua por accidente. Alarmados, los demás pequeños salieron corriendo a llamar a la mamá. Los pobrecitos creían que se había ahogado. La madre vino como una exhalación, llorando, rodeada por un grupo de vecinos que también habían oído aquel alboroto. Al llegar, dos hombres se arrojaron al agua —aunque era muy profunda—, y a pesar de buscar por un buen rato, no encontraron ni rastro del pequeño.

En un momento dado, la mamá, dando voces y buscando desesperada con la mirada, vio a su hijo en medio del río, como si estuviera sentado en un inmenso trono sobre las aguas.

¡Hijo mío! ¿Qué estás haciendo ahí?, gritó.

¡Que estoy bien, mamá! ¡Nuestra soberana me tiene bien sujetado y no tengo miedo!

La mujer, exultante de alegría por haber encontrado a su hijo, no le prestó demasiada atención a lo que éste le decía.

Inmediatamente, aquellos dos vecinos llegaron al lugar en donde estaba el niño y lo llevaron de vuelta con su mamá. De noche, cuando el papá volvió del trabajo, le relataron todo lo que había sucedido. Entonces, éste le preguntó al niño cómo es que había permanecido en el agua. Y el pequeño le respondió:

Cuando me caí al agua, vino esta Señora, la Soberana de la casa (y señaló con el dedo el ícono de la Virgen), me tomó de la mano y me sostuvo entre sus brazos hasta que vinieron los vecinos a llevarme con mamá.

Al escuchar estas palabras, se quedaron atónitos. Viendo cómo el niño señalaba el ícono de la Madre del Señor, cayeron de rodillas y veneraron su gracia protectora, permeneciendo en oración durante toda la noche.

Cada vez que relataba lo ocurrido, el niño se expresaba con claridad y buena dicción, no como hablaba el resto del tiempo, debido a su corta edad. ¡Y todos comenzaban a alabar a Dios!

De esta forma, no sólo este niño, sino también muchos más que veneran con devoción los santos íconos, son librados de peligros y honrados con una gran felicidad, misma que le pedimos a Dios que sientan todos los que creen en Jesucristo, nuestro Señor, a Quien se debe toda gloria, por los siglos de los siglos. ¡Amén!