Palabras de espiritualidad

Usemos el sufrimiento como una oportunidad para confiarnos a las manos de Dios

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

El miedo nos enseña a amar temiendo que nos suceda tal o tal cosa, que podríamos ser abandonados, ignorados o marginalizados y arrojados a los lugares de atrás.

Cualquier persona que elija estar lejos de Dios, vivirá permanentemente con el miedo en su corazón.

¡Y el miedo le susurrará toda clase de estrategias de escape! Se esconderá, mentirá, “actuará” para obtener lo que desea, manipulará a los otros, sentirá envidia de algunos, odiará a otros más, se enojará (es decir, se dejará dominar por los nervios) y será, finalmente, infeliz. ¡Pero tendrá, al menos, la satisfacción de culpar a todos, de victimizarse, de acusar, de rebelarse en contra de los demás, en contra de sí mismo, en contra de Dios!

El consuelo viene de parte de Aquel que dijo, “¡Vengan a Mí los que estén cansados, que Yo los haré descansar!”. Él nos pide tomar Su yugo, que es uno ligero, y no el del miedo, que nos mata. Porque Su yugo es la cruz.

Esa cruz —que debes debes tomar si quieres seguir a Cristo y entrar en Su Felicidad ya, aquí y en la eternidad— incluye también la aceptación y la bendición de las realidades dolorosas. En otras palabras, la aceptación de la realidad y la bendición de los que son parte de ella, y no la aceptación y la bendición del sufrimiento como estilo de vida.

En el momento en que aceptamos y bendecimos una realidad, el mismo Dios, Fuente de bendiciones y Autor de los Mandamientos, entra en esa realidad y la transforma en algo distinto, en un lugar de encuentro con Él, ¡en la puerta de entrada a Su Felicidad! El sufrimiento no es más que el momento en que confiamos en Sus amorosas manos, atravesadas por los clavos de la crucifixión.

El miedo, sin embargo, nos hace huir de la cruz e imaginarnos que aceptarla conlleva mucho y permamente sufrimiento. ¡Esto es otro ardid del padre de la mentira!

Dios está en nosotros, con nosotros, pero no allí en donde lo esperamos para que nos reprenda cuando elegimos hacer algo malo, aunque nos guste, y tampoco para castigarnos o condenarnos por nuestra elección.

El que quiera ver en dónde está y qué hace, debe analizarse a sí mismo, allí en lo produndo de su ser, mientras hace algo malo, o después de hacerlo. Debe observarse, notar esa añoranza de felicidad y paz y todo lo que siente y piensa en esos momentos.

Pero también debe resistir la tentación de condenarse, de abominar su indignidad, o de prometer que “ni muerto lo volvería a hacer”... Todo esto no son más que obstáculos en la entrada al lugar en el que podemos encontrarnos con nosotros mismos. Son obstáculos en el camino de la contrición, es decir, de la renovación de la mente con el Espíritu Santo.

La oración que facilite tal encuentro nos abrirá los ojos del corazón, enseñándonos qué más debemos hacer.