Palabras de espiritualidad

Sobre el ícono del Bautismo del Señor

    • Foto: Bogdan Zamfirescu

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El Bautismo del Señor es el aval de nuestra renovación y de que hemos sido marcados por el Espíritu; es la muerte del hombre viejo, pero al mismo tiempo es resurrección, porque el descendimiento de Cristo a lo profundo del Jordán es un avance del descenso a los infiernos, que anuncia Su Resurrección de entre los muertos y la restauración y salvación del hombre.

Al contemplar con fervor y humilde discernimiento, en espíritu de oración, el ícono del Bautismo del Señor, distinguimos, reconocemos y somos testigos del misterio de la Santísima Trinidad y la perfecta revelación de Dios en la persona divino-humana de Jesucristo. Así, el ícono de la “Manifestación del Señor en el Jordán” o “Teofanía”, describe precisamente esa “apertura de los cielos”, en la cual el Espíritu Santo, en forma de paloma, irradia y revela la disposición divina sobre el Nuevo Adán (I Corintios 15, 45), Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, Quien, con Su bautizo en la Cruz, habrá de lavar los pecados del mundo (Hebreos 9, 14; Romanos 6, 3-4; Colosenses 2, 12,14). Siendo bautizado, Cristo el Señor hace posible la manifestación de la Santísima Trinidad, Quien declara por medio de la voz del Padre: “Este es Mi Hijo amado, en Quien me complazco” (Mateo 3, 13-17).

La manifestación del Espíritu Santo en forma de paloma, descendiendo en y sobre Dios Hijo certifica que Cristo porta el signo de la presencia del Espíritu, “siendo la manifestación de Dios y, al mismo tiempo, Quien la hace posible, sujeto y objeto de la manifestación divina”. En otras palabras, dice el padre Andrei Scrima, “Cristo vino al mundo para que el Espíritu se pudiera manifestar de forma plena”, porque Cristo nace por obra del Espíritu, es portador del Espíritu y también Él obra por medio del Espíritu (Andrei Scrima, Biserica Liturgică, Editura Humanitas, Bucureşti, 2005, pp.167; 163).

De acuerdo a San Cirilo de Jerusalén, “El Jordán es el principio del Evangelio”, es decir, el inicio de la Buena Nueva y la aproximación del Reino de los Cielos, de la liberación de la oscuridad y de la evidencia de la presencia y la obra salvadora de Dios en el mundo.

La palabra “bautismo” (en griego, “sumergir”) significa, precisamente, un “baño”, una “inmersión”. Es decir, en clave teológica, el hombre renovado “por medio del agua del bautismo y de la palabra” (Efesios 5, 26), se vuelve la epifanía de Dios, porque “los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Gálatas 3, 27). “La gloria de Dios”, decía San Irineo, “es el hombre vivo, renovado para adquirir el conocimiento” (Colosenses 3, 10), y la vida del hombre es conocer a Dios. El hombre vivo es el hombre libre de pecado, quien, mediante “el baño de regeneración” (Tito 3, 5), “se ha lavado y ha visto” (Juan 9, 8-22) a Cristo, “el Sol que nace de lo alto” (Lucas 1, 78).

En conclusión, el Bautismo del Señor es el aval de nuestra renovación y de que hemos sido marcados por el Espíritu, de nuestro nacimiento “desde lo alto” (Juan 3, 3-7), “por la regeneración del Espíritu” (Tito 3, 5); es la muerte del hombre viejo, pero al mismo tiempo es resurrección, porque el descendimiento de Cristo a lo profundo del Jordán es un avance del descenso a los infiernos, que anuncia Su Resurrección de entre los muertos y la restauración y salvación del hombre.

 

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