Palabras de espiritualidad

Al hombre se le ha concedido la libertad de vivir sin pecado

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

El Bautizo es el punto de partida, ese fundamento, ese don concedido al hombre para que se pueda oponer al pecado por el resto de su vida.

El Santo Apóstol Pablo tiene unas palabras que, en cierta medida, pueden parecer desalentadoras. Él cree que es un infeliz, y explica por qué: “Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí” (Romanos 7, 19-20). Sin embargo, si meditamos detenidamente en las palabras del Apóstol y, por supuesto, nos encontramos a nosotros mismos en ellas, en determinadas circunstancias, veremos que tendríamos que alegrarnos inmensamente.

El hombre muere para el pecado en el Sacramento del Bautismo. La Gracia Divina lo libra de esas heridas, de esa oscuridad pecadora que le cubre el alma. Con el Bautismo, el hombre nace para una nueva relación con Dios. Nace nuevamente para la eternidad, dejando de ser un hijo del Adán de después de la caída, haciéndose heredero del Reino divino y descendiente del Nuevo Adán. No obstante, al mismo tiempo, la Gracia Divina no anula la libertad del hombre, ni lo destruye como persona. El hombre no se convierte solamente en parte del Cuerpo de Cristo, sino en una célula viva Suya. Cualquier cristiano, en todos los aspectos de su vida, en todos sus sueños, en sus anhelos, en la belleza de su alma, en los talentos y los dones que Dios le concedió, es único. Todos somos importantes y preciosos para Dios, y todo el mundo tiene una relacióe especial y única con Él. La libertad del hombre —la libertad de vivir y de no morir— es uno de los dones de Dios.

El Santo Apóstol Pablo nos habla de la inclinación al pecado. El hombre, muchas veces, es incapaz de entrar a una nueva vida, porque algunos hábitos de pecado —factores restrictivos— le impiden hacerlo. Sin embargo, al mismo tiempo se le concede al hombre esta libertad: la libertad de crear, la libertad de no desesperarse, de alzarse nuevamente y de ir más lejos, sin importar la forma en que haya caído. Y esto, en el amor, en el gran amor de Dios por cada hombre. Si entendemos correctamente la libertad —no como anarquía ni como la capacidad de hacer lo que creemos que es mejor para nosotros, sino como la libertad de buscar a Dios, la libertad de alcanzar nuevos horizontes en nuestra relación con Dios y con los demás—, nos daremos cuenta de que en realidad somos nuevas criaturas en Cristo.

El Santo Apóstol Pablo escribió, también en relación con esto, en la misma Carta a los Romanos, palabras maravillosas sobre la forma en que todos los que hemos sido bautizados en Cristo debemos morir para el pecado. El Bautizo es el punto de partida, ese fundamento, ese don concedido al hombre para que se pueda oponer al pecado por el resto de su vida. Porque la vida no termina con el Bautizo, sino que, ante todo, empieza y se desenvuelve, como un papiro. El hombre no puede ver lo que ahí está escrito, lo que está representado en ese papiro. Al comienzo del camino, el hombre no entiende lo que vendrá para él en adelante. Solamente después de haber llegado al final del camino, el hombre verá de qué se trataba todo. Las mismas situaciones de prueba y tentación le revelan al hombre lo que está viviendo en verdad. Todo eso que antes brillaba, todo lo falso desaparece, y el hombre puede ver quién es. Y en estas situaciones, desde luego, nos inspira la Gracia Divina, que nos llena de fuerzas y nos guía cuando nos debilitamos, cuando sentimos que estamos perdidos, cuando nuestras fuerzas languidecen.

El Señor nos ama tanto, que no nos impide desfigurarnos con el pecado. Él espera que el hombre entienda que es imposible vivir de esa manera, porque, cuando espabila y cuando es armado por la fuerza divina, con Su Gracia, poco a poco, empieza a renunciar al mundo, a su antigua forma de vivir y de sentir. Al final, este proceso no consta de un solo instante, sino de una vida entera, en la cual nos mostramos como imagen de Dios, como seres en los que el Señor ha puesto toda Su confianza, para que seamos Su reflejo en este mundo. Así, no desesperaremos ni nos perturbaremos, aunque no encajemos en el mundo y el demonio nos ataque. Al contrario, veremos en todo esto la inmensa confianza que Dios nos tiene, Quien, sin embargo, quiere que sigamos siendo Sus hijos amados y que crezcamos en la perfección de la divina imagen, haciéndonos semejantes a Él. No convertiremos, así, como dice San Macario el Grande, en dioses de Dios, y veremos de esa misma manera a todos los demás. Sólo así podremos crecer y, verdaderamente, heredar el Reino de los Cielos, que ya ha venido en poder y don, cosa que revigoriza nuestras debilitadas fuerzas.

(Padre Jorge Glinsky)