Algunas guías sobre la confesión
Si le confieso todo al sacerdote y, poniéndome las manos sobre la cabeza, éste me absuelve, mis pecados me son borrados.
La utilidad, el valor de la Santa Confesión no le atañe al sacerdote, sino a mí mismo. Para esto, debo presentarme con toda santidad, con toda convicción ante Dios —porque al presentarme ante el sacerdote, ante Dios me estoy presentando—, porque el sacerdote es solamente un testigo al que debo hablarle de todos mis pecadose.
He aquí las condiciones que debe llenar la confesión:
- Debe hacerse ante nuestro padre espiritual.
Luego, cuando acudo a confesarme ante el sacerdote, me presento ante Dios. El sacerdote no es más que un testigo. El Día del Juicio, él hablará solamente de lo que yo le haya confesado. Lo que no le haya dicho, quedará sin ser absuelto aquí en la tierra como en el Cielo. Pero si le confieso todo al sacerdote y, poniéndome las manos sobre la cabeza, éste me absuelve, mis pecados me son borrados.
- La confesión debe ser completa, sin ocultar nada, ningún pecado.
- La confesión debe ser voluntaria.
- La confesión debe hacerse con humildad, porque “Dios no desprecia un corazón humilde y contrito”.
- La confesión no debe hacerse acusando o culpando a alguien más, a alguna criatura de Dios, o a los mismos demonios. En la confesión debemos acusarnos y culparnos solamente a nosotros mismos.
- La confesión debe ser correcta, diciendo la verdad, sin callar por vergüenza. En el libro de Sirácides se nos enseña que hay una forma de vergüenza que trae pecado y otra que trae don y gloria.
Esa vergüenza que sufres al confesarte te libra de otra, cuando el estremecedor Juicio de Dios.
- La confesión debe ser decidida. Debemos decidirnos, ante nuestro confesor, a no pecar más, auxiliados por la Gracia de Dios, y a morir mil veces antes que volver a caer por nuestra voluntad.
(Traducido de: Ne vorbește părintele Cleopa II, Editura Mănăstirea Sihăstria, 2004, p. 7)