Añoranza de la quietud
Día y noche mi alma se llenaba de una felicidad extraordinaria, que venía de la Oración de Jesús y de las revelaciones.
Auténtico amante del ascetismo fue el bendito hieromonje ruso Serapio, quien visitó al gran hesicasta y asceta Calínico entre 1912 y 1913, para pedirle su bendición y así partir para unirse a otros ascetas que se esforzaban ya en su aislamiento.
El padre Calínico, un experimentado maestro de la Oración de Jesús, le describió al monje ruso los peligros, trampas y engaños que utiliza el enemigo de nuestra salvación, para atacar a los que viven aislados, sobre todo a ésos sin un guía espiritual. Pero cuando vio el corazón del padre Serapio, inflamado de un anhelo santo, le dio permiso, con la condición de ser él su guía espiritual. El padre Serapio ofició la Divina Liturgia en la Capilla de San Gerásimo y, luego, con las oraciones y la bendición de su maestro —el padre Calínico— partió hacia la cima del Monte Athos.
Pasaron doce años de aquel encuentro. Posteriormente, una noche, casi de madrugada, el discípulo de tan grande hesicasta regresó a la lejana celda de su maestro y llamó a la puerta. El padre Calínico, pensando que se trataba de un engaño del maligno, pidió, antes de abrir la puerta, que quien tocaba dijera en voz alta el Credo. El padre Serapio aceptó, agregando un “Padre Nuestro” y “Un solo Santo, un solo Señor Jesucristo, en la gloria de Dios Padre”. Inmediatamente, el padre Calínico abrió la puerta, abrazando a su discípulo y le preguntándole casi al mismo tiempo:
“—¿En dónde estuviste todos estos años, hermano mío? Créeme, hasta llegué a pensar que te habías perdido, pero nunca dejé de orar por tí. ¿En dónde has estado viviendo? ¿Has tenido qué comer?”
“—Santo padre —respondió el padre Serapio con una débil voz—“luego de recibir tu bendición, me dirigí a la cima del Monte Athos. Estuve ahí tres días y tres noches, pero no logrando resistir el frío, bajé a la Panaghia (una pequeña iglesia dedicada a la Madre de Dios, cercana a la cima del Monte Athos). Traté de estar ahí, pero no encontré la amada quietud, porque siempre había muchos peregrinos. Bajando un poco más, descubrí una caverna. Ahí no me podían ver ni siquiera los pastores de la Lavra, cuando venían cerca con sus ovejas. Cubrí la entrada de la gruta con una vieja túnica. Me alimentaba de lo que encontraba en el bosque: castañas, arbustos, raíces e hinojos. El agua la tomaba de una fuente cercana a la Panaghia. Día y noche mi alma se llenaba de una felicidad indescriptible, que venía de la Oración de Jesús y de las revelaciones. Viví contemplando los misterios de nuestro Dios. Perdóname, Padre mío, sabes bien cómo es esa luz que calienta e ilumina todo en nuestro interior. No deseaba nada más. El paraíso estaba ahí. Solamente me faltaba algo: la Santa Eucaristía. Por eso, finalmente vine aquí; para recibir tu bendición, porque sé que se acerca el momento en que he reposar y no quiero partir sin recibir los Santos Misterios.”
En ese mismo día se celebró la Divina Liturgia y ambos comulgaron. Luego, maestro y discípulo comieron un poco de pan duro y hierbas. Más tarde, lleno de felicidad, el padre Serapio partió hacia su amada quietud.
(Traducido de: Arhimandritul Ioannikios, Patericul atonit, traducere de Anca Dobrin și Maria Ciobanu, Editura Bunavestire, Bacău, 2000, pp. 207-209)