Aprendamos a derrotar a nuestro peor enemigo: el orgullo
¡El orgullo! ¿Quién de nosotros no lo conoce? ¿Quién de nosotros no se ha herido con sus espinas? ¿Quién no ha soportado sus burlas y tormentos?
El orgullo fue lo que trajo la perdición a la humanidad. ¡El orgullo! ¿Quién de nosotros no lo conoce? ¿Quién de nosotros no se ha herido con sus espinas? ¿Quién no ha soportado sus burlas y tormentos? Todos lo conocemos, porque lo encontramos una y otra vez en nuestra vida cotidiana. El orgullo, de hecho, está siempre presente ahí donde está el hombre. Corre libremente por las calles, se muestra soberbio en las plazas, camina lleno de confianza por los sitios públicos.
Pero, nuestro Señor Jesucristo, Quien vino al mundo a derrotar las cosas del maligno, (I Juan 3, 8), nos enseñó cuál es el remedio para el orgullo: la humildad. Esta es la primera virtud que Él predicó en Su hermoso “Sermón de la montaña”. Las “bienaventuranzas” empiezan con estas divinas palabras: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 3). Y, según el testimonio común de los Santos Padres, los pobres de espíritu son los humildes.
(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului ortodox, traducere din limba bulgară de Valentin-Petre Lică, Editura Predania, București, 2010, p. 166)