¡Ay del que deje de sentir su corazón!
También el corazón vive el dolor por medio de la oración de arrepetimiento, por medio del ayuno, de la vigilia y al soportar la vergüenza durante la confesión. Todo esto hace que el corazón sienta dolor y sea capaz de discernir sus pensamientos.
Dijo que existen tres clases de pensamientos: los que vienen de Dios, los que provienen de la propia naturaleza del hombre y los que vienen del maligno. ¿Cómo aprender a distinguirlos en nuestra vida diaria?
—Dije que hay tres clases de pensamientos: los que vienen de Dios, los que vienen del enemigo y los que son naturales del hombre. San Juan Climaco, para ejemplificarnos un pensamiento que viene de Dios, nos menciona la idea de dedicarnos a la vida monástica. Desde luego, esto significa, indirectamente, que si uno desea hacerse un monje, ese pensamiento viene sólo de Dios. Sin embargo, quien experimente semejante pensamiento debe medir antes sus capacidades, calculando si podrá empezar a luchar en contra de un emperador que tiene un ejército de cientos de miles de soldados, a sabiendas que sus propias huestes son mínimas; o si tiene los medios necesarios para levantar una torre (Lucas 14, 27-32). Ese pensamiento viene de Dios, pero luego debemos comenzar a sopesar nuestras fuerzas.
En lo que se refiere a los pensamientos que vienen del enemigo, sólo puedo mencionar que ya todos los conocemos, porque todos tenemos malos pensamientos; precisamente por esto, no creo necesario abundar al respecto.
Finalmente, un pensamiento natural al hombre podría ser, por ejemplo, “tengo sed, así que beberé un vaso de agua”, “tengo sueño, me iré a dormir”. Por eso no tenemos ningún mandamiento referente a la realización de eso que es “natural”. No tenemos un mandamiento para comer, para beber o dormir, porque son, precisamente, cosas normales, naturales. Pero tenemos mandamientos para cosas más importantes, como el amar, el hacernos humildes, el sacrificarnos.
El problema es cómo saber diferenciar los pensamientos que experimentamos cada día, porque luchar en contra de ellos es algo difícil: es la tarea diurna y nocturna de los monjes. Al comienzo, desde luego, aprendemos corriendo a la confesión: una vez, dos veces, diez veces, cien veces... y, gradualmente, todo se aclara. Poco a poco alcanzamos un sentimiento interior que diferencia los pensamientos, y esa sensibilidad se queda en nosotros, por medio de la compunción del corazón. Por eso es que el monje se alegra cuando le duele el corazón. Y el corazón experimenta ese dolor por medio de la oración de arrepetimiento, por medio del ayuno, de la vigilia y al soportar la vergüenza durante la confesión. Todo esto hace que el corazón sienta dolor y sea capaz de distinguir sus pensamientos.
Así, por medio de la compunción de corazón nos volvemos capaces de diferenciar los pensamientos, porque, como dije, el arrepentimiento lleva a la humildad, la humildad atrae la gracia y la gracia obra en nosotros. San Pablo dice: “Sin embargo, por la gracia de Dios soy lo que soy y el favor que me hizo no fue en vano; he trabajado más que todos ellos, aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Corintios 15, 10). Así que es valiosísimo para el monje tener, siempre, al menos un poco de ese dolor en su corazón. ¡Ay del que deje de sentir con el corazón! Estará permanentemente sujeto a problemas y caídas. Pero cuando el corazón es “circuncidado” con el dolor del arrepentimiento, entonces puede resistir en contra de las armas del enemigo. Esta “circuncisión del corazón” que San Pablo predicaba a los primeros cristianos (Romanos 2, 29), los alentaba a conocer sólo a Cristo Crucificado (1 Corintios 2, 2), a conocer, dicho de otra manera, el camino de Su descenso.
(Traducido de: Arhimandritul Zaharia, Lărgiți și voi inimile voastre!, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2009, p. 283)