Palabras de espiritualidad

Cómo reconocer cuando la Gracia viene al hombre

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Mientras más se acerca la Gracia al alma, más consuelo recibe ésta de los santos tormentos de nuestro Señor Jesucristo.

Hay muchas visiones que son engaños del maligno, pero hay que saber distingirlas de las señales de la Gracia. Así, cuando el espíritu del engaño se acerca al hombre, le nubla la mente y se la animaliza. Le endurece el corazón, se lo oscurece, se lo llena de miedo, temor y vanidad. Le endurece la mirada, le perturba el cerebro, estremeciéndole todo el cuerpo. Lo embauca, presentando ante sus ojos una luz que no brilla y que no es pura, sino más bien roja. Le desata la mente y se la demoniza, llenándole la boca de palabras vulgares y blasfemas. Quien ve ese espíritu de la mentira tiende a devenir colérico e iracundo. Llega a descoonocer la humildad y las verdaderas lágrimas. Siempre se envanece de sus bondades, porque está lleno de vanagloria y ha perdido el temor de Dios, dejándose conducir por sus iniquidades. Finalmente, pierde por completo su mente y se dirige a la completa destrucción. Que el Señor nos libre de todo esto.

Al contrario, las señales de la Gracia del Espíritu Santo son las siguientes: concentra la mente del hombre y lo hace ser humilde, le recuerda siempre la muerte, sus propios pecados, el Juicio Final y el castigo eterno. Sensibiliza su alma, de tal forma que la persona se llena de contrición y de llanto con facilidad. Mientras más se acerca al alma, más consuelo recibe ésta de los santos tormentos de nuestro Señor Jesucristo, y por Su infinito amor a la humanidad le manifiesta visiones enaltecedoras y verdaderas:

  • con relación al poder infinito de Dios, que con una sola palabra lo creó todo;

  • con relación al infinito poder, que todo lo conduce y todo lo tutela;

  • con relación a la inefable Santísima Trinidad y al inmenso abismo de la existencia divina.

Entonces la mente se deja tomar por esa luz, llenándose del conocimiento divino. El corazón se vuelve sereno y manso, llenándose de los frutos del Espíritu Santo: alegría, paz, paciencia, bondad, compasión, amor, humildad y otros. El alma recibe, así, una felicidad que no puede expresarse.