¡Confiemos en la Providencia de Dios! ¡Él sabe lo que hace!
Ahora nos parece que lo que nos ocurre es una injusticia, una trampa, que alguien se está burlando de nosotros, etc. Pero con el tiempo entenderemos que de todo eso podríamos haber obtenido un provecho inconmensurable.
¡Cuando llamo, Tú me respondes, Dios, mi defensor! En la angustia, Tú me has dado sosiego: ten compasión de mí y escucha mi oración” (Salmos 4, 1). Cuando el invierno se instala, debido a la inclemencia del frío, el tronco del árbol se agrieta por dentro y, en las noches más gélidas, esas rendijas emiten sonidos totalmente extraños. Entonces, aunque pareciera que el frío daña al árbol, en realidad lo que hace es ayudarlo, porque, en primavera, esas fisuras se llenan de fibras nuevas y savia, con las cuales los árboles “renacen” y se desarrollan, dando hermosos frutos.
A lo largo de su vida terrenal, el hombre debe hacer frente a un gran cúmulo de obstáculos casi insalvables: sufrimiento, penas, dolor… Aunque nos cueste aceptar todos esos contratiempos, tenemos que entender que provienen de la Providencia Divina. Dice el salmista: “Clamaste en la aflicción, y te salvé” (Salmos 80, 6). Dios permite que el agua nos llegue al cuello, pero no para ahogarnos, sino para enseñarnos a nadar. Aunque nos cueste aceptar el sufrimiento en nuestra vida, es el dolor lo que nos ayuda a romper y deshacer el egoísmo que hay en nosotros (tal como el frío agrieta el tronco del árbol), ensanchando nuestro corazón para que podamos recibir a Dios. Es cierto que este proceso de crecimiento puede ser doloroso, pero si Dios Mismo asumió la cruz del dolor, también nosotros estamos llamados a imitarle, de manera que nuestro corazón se haga más grande y pueda abarcar a todo el mundo, obteniendo una nueva cualidad: la magnanimidad.
San Lucas de Crimea escribió: «Todo lo que sucede en nuestra vida es parte de la ‘oikonomia’ de Dios para con nosotros, misma que desconocemos por completo. Puede que hoy no entendamos su propósito, pero ulteriormente lo entenderemos. Ahora nos parece que lo que nos ocurre es una injusticia, una trampa, que alguien se está burlando de nosotros, etc. Pero, con el tiempo, entenderemos que de todo eso podríamos haber obtenido un provecho inconmensurable: la humildad. “Me hice humilde y fui salvado”, decía el salmista».
En esos momentos de la vida, cuando la oscuridad y la desesperanza nos dominan, no nos queda más que esperar, como los árboles, la llegada de la primavera, la primavera espiritual que sana las heridas provocadas por el egoísmo y nos da frutos de alegría. “En mi angustia clamé al Señor, Él me atendió y me dio respiro” (Salmos 117, 5).
(Traducido de: Ieromonah Luca Mirea, Crâmpeie de gând și cuvânt, Editura Predania, Bucuresti, p. 15)