Palabras de espiritualidad

Cristo es la Luz que los santos nos participan a todos

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Severos consigo mismos en lo que respecta al cumplimiento de los mandamientos, como servidores de los altares y como monjes, pero mansos e indulgentes con los fieles, para hacerlos crecer y acercarlos más a Dios, los Tres Santos Jerarcas materializaron las palabras finales del texto evangélico: “el que cumpla estos preceptos y los enseñe, será tenido por grande en el Reino de Dios”.

Dijo el Señor a Sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada en la cima de un monte no puede ocultarse. No se enciende una lámpara para ocultarla en una vasija, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los que están en casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos. No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla. Porque os aseguro que, mientras no pasen el cielo y la tierra, ni un punto ni una coma desaparecerán de la ley hasta que todo se cumpla. Por lo tanto, el que quebrante uno solo de estos preceptos mínimos y lo enseñe así a los hombres será tenido por el menor en el Reino de Dios. Pero el que los cumpla y enseñe será tenido por grande en el Reino de Dios». (Mateo 5, 14-19)

El kondakion de la festividad de los Tres Santos Jerarcas sintetiza claramente el rol de estos tres grandes santos en la historia de la Iglesia: «A los defensores e iluminadores de la Iglesia cristiana, grandes maestros y disipadores de las intrigas del demonio, demoledores de las herejías, sólidos pilares de la Iglesia, distinguidos atavíos de los jerarcas e iguales a los apóstoles, mentores del mundo, al gran Basilio, de mente divina, a Gregorio, el de dulce voz, y a Juan, luz del mundo entero, exaltemos los fieles con todo el corazón, cantándoles: “¡Alégrate, trinidad de jerarcas muy glorificada!”». Al caracterizar a cada uno de los santos con una sola metáfora (Basilio, el de mente divina, es decir, poseedor de una inteligencia divina; Gregorio, el de dulce voz, es decir, un teólogo por excelencia, y a Juan, luz del mundo, porque su brillo es reconocible por todos en sus comentarios explicativos a los libros de la Santa Escritura), el himnógrafo consiguió describirlos nítidamente, evidenciando cómo fue que su memoria alcanzó la posteridad: como defensores de la Iglesia en contra de las doctrinas incorrectas, como columnas que definieron los fundamentos dogmáticos de la fe, como mentores provistos de una admirable capacidad de explicar con palabras los misterios del cristianismo, y como iluminadores que libran a los fieles de la oscuridad. El poeta eclesiástico también los asemeja con los Santos Apóstoles, por su inmenso rol en el cristianismo que habría de sucederles.

No sin un motivo bien cimentado, la Iglesia ha dispuesto que, en el día de la fiesta de los Tres Santos Jerarcas, el texto evangélico que se lee en la Divina Liturgia sea un fragmento del “Sermón de la montaña” de nuestro Señor Jesucristo, consignando algunas palabras pronunciadas después de las conocidas “Bienaventuranzas”. En esos versículos, el Señor llama “luz de lundo” a quienes lo siguen, en principio Sus discípulos, pero no solamente a ellos, porque también los Tres Santos Jerarcas encajan en esa descripción. En definitiva, todos los que guardan las enseñanzas del Señor se convierten en luz para el mundo y también en iluminadores, como la luna, que, al llegar la noche, refleja los rayos del sol y disipa la oscuridad. Los cristianos verdaderos también pueden ser como faros en medio de las tinieblas, porque dan un sentido a todo lo que les rodea. Creyendo en el amor, la bondad, la justicia —en su sentido divino y no en uno meramente humano—, especialmente creyendo en la resurrección, los cristianos auténticos dan un sentido positivo a la historia, la cual, carente de Dios, parece una rotación sin fin en torno al mal, la injusticia y la muerte. O, mejor dicho, un inútil intento de huída de la muerte, como el escurrimiento del agua en una noria.

Los seguidores de Cristo no pueden permanecer anómimos en su vida cotidiana. Al contrario, se hacen visibles como una fortaleza emplazada en lo alto de una montaña, como una candela puesta en un candelero y apreciada por todos, justamente por el hecho de que ayuda a distinguir las cosas en la oscuridad. Los cristianos son reconocidos como discípulos del Señor, pero no por haber sido bautizados según un rito determinado o por constar en algunos registros como miembros de una creencia, sino por sus actos virtuosos. Estos son su mejor “publicidad”, porque, al ver esas buenas acciones, quienes les rodean empiezan a enaltecer a Dios. Cuando llevamos a otros a exaltar a Dios, estamos cumpliendo con nuestro propósito como discípulos del Señor y sucesores de los Apóstoles, que el mismo que el de quienes realizan una verdadera misión espiritual.

Pero, tristemente, muchas veces las cosas no son así. Al contrario, especialmente en Occidente, los musulmantes, por ejemplo, asocian el mundo moderno con el cristianismo y etiquetan equivocadamente la doctrina del Señor. Hace unos cien años, los grandes filósofos hindúes y budistas de la India acusaban al cristianismo de causar una crisis ecológica, entonces incipiente, argumentando a que nosotros, los cristianos, estábamos siguiendo una enseñanza incorrecta, partiendo del mandamiento dado a los primeros hombres en el Paraíso: “¡Creced, multiplicados, poblad la tierra y sometedla!” (Génesis 1,28), La Europa medieval y moderna entendió que la expansión y conquista del mundo era “civilizarlo”, como si se tratara de un mandato divino. Pero no había nada más lejos de la realidad, porque se terminó convirtiendo en un despóta absolutista, explotando al mundo del mismo modo en que los soberanos disponían de sus esclavos, y no como personas que han recibido el encargo de Dios de alzar el mundo a su valor verdadero. En contraste, los Tres Santos Jerarcas —tal vez en mayor medida San Basilio— enseñaron que, en el hombre, la “semejanza” con Dios, a la cual hemos sido llamados, consiste en la capacidad de ser como Él con todos los que nos rodean. Cuando el sacerdote alza los Santos Dones en la Liturgia que San Basilio y San Juan nos heredaron, diciendo: “te ofrecemos lo que es Tuyo, de lo que es Tuyo, en todo y por todo”, le presenta cual ofrenda a Dios precisamente lo que es Suyo, pero transformado con la mente y la destreza del hombre: el trigo, hecho pan, y el fruto de la vid como vino puro. No tenemos qué ofrecerle al Señor sino lo que es Suyo, pero podemos hacerlo aportando nuestro esfuerzo constructivo, cambiando la calidad de los frutos de la tierra, pero para bien.

En la segunda parte del Evangelio de este día, el Señor dice: “No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he venido a derogarla, sino a perfeccionarla”, y los Tres Santos Jerarcas son ejemplos de los maestros de la Iglesia que explicaron los misterios divinos. Severos consigo mismos en lo que respecta al cumplimiento de los mandamientos, como servidores de los altares y monjes, pero mansos e indulgentes con los fieles, para hacerlos crecer y acercarlos más a Dios, materializaron las palabras finales del texto evangélico mencionado: “el que cumpla estos preceptos y los enseñe, será tenido por grande en el Reino de Dios”. Ya que los tres sobresalieron por su enseñanza, su servicio, su amor al prójimo y su perseverancia en todo, la Iglesia dispuso para ellos una fiesta común a finales de enero, aunque en el curso del mismo mes cada uno es conmemorado por separado, el día 1, el 25 y el 27 de enero. Y aunque los cánticos entonados en estas fiestas de la Iglesia ensalzan sus virtudes, en realidad glorifican a Dios, cantando no solamente a los iluminadores, sino a su fuente, que es la Luz misma.