Cristo y los jóvenes de hoy
Es verdad que los jóvenes de hoy suelen atender las conferencias y reuniones que se organizan sobre temas de edificación espiritual y enriquecimiento teológico. Pero esa apertura se completa con la participación en los oficios litúrgicos, cantando y leyendo en las fiestas principales o en los domingos...
Este puerto, para nosotros, los cristianos, es “la Iglesia, en su sentido de santa institución, fundada por nuestro Señor Jesucristo para la salvación de los fieles. En la Iglesia y no fuera de ella, nuestro Señor Jesucristo comparte Su Gracia redentora por medio del Espíritu Santo, en los Sacramentos” (Catecismo del cristiano ortodoxo). Este santo lugar es, en su sentido físico, el templo, llamado también “iglesia”.
El vendaval de las tentaciones se enciende en nuestras almas, cuando nos apartamos de ese santo puerto, la Iglesia, cuando desatendemos los mandamientos de Dios y las enseñanzas de la Iglesia, y cuando dejamos de obedecer las guías de nuestros padres físicos y espirituales. La tempestad de las tentaciones en nuestra vida se detiene y se desvanece con el Sacramento de la Contrición, al confesarnos, cuando recibimos el perdón de nuestros pecados por parte de nuestro Señor Jesucristo, con las palabras “te perdono y te absuelvo de tus pecados”, pronunciadas por el sacerdote. La tormenta de las tentaciones se sosiega y se disipa cuando asistimos a la iglesia, participando de los oficios que el sacerdote celebra en aquel lugar. Ese temporal de tentaciones cede aún cuando han finalizado los oficios litúrgicos, pero nosotros seguimos en oración ferviente, apartando toda preocupación terrenal.
De la obra en misterio que recibe el alma que se detiene por un momento en la santa iglesia, se beneficia incluso el incrédulo, si es sincero en su búsqueda. Cierta vez le pregunté a un francés ateo (esposo de una mujer ortodoxa), después de que asistieran a la Divina Liturgia: “¿Éntendió Usted algo?”. Él, aún siendo ateo, aún desconociendo nuestrio idioma, me respondió: “¡No.... sentí algo!”.
Nuestros jóvenes de hoy son asaltados por el vendaval de las tentaciones del cuerpo y el mundo. Algunos se dejan doblegar por el encanto de una belleza exterior o de algunas faclidades económicas, específicas de nuestra era, sin saber utilizar su libertad y desconociendo las palabras del Santo Apóstol Pablo: “Todo me está permitido, pero no todo me es conveniente. Todo me está permitido, pero no me haré esclavo de nada” (I Corintios 6, 12), y “No os dejéis engañar, las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (I Corintios 15, 33).
La búsqueda de la felicidad terrenal, que tanto preocupa a los jóvenes de nuestros días, era ya comparada por el Beato Agustín, en su epístola “Sobre la vida feliz”, con uno que se aventura mar adentro en una balsa, sin conocer los “misterios” y los peligros del mar, es decir, la presencia de escollos, arrecifes y profundos abismos bajo la nitidez del agua, todo eso que podría terminar destruyendo la frágil embarcación y matando al temerario navegante. Este, dice Agustín, hizo caso omiso de los consejos de quienes le recomendaban no adentrarse tanto en el mar, desconociendo sus peligros. Y, más adelante, dice Agustín: “Que el hombre no se adentre mucho en el mar de la vida, alejándose de la seguridad del puerto, que es la Iglesia; por eso, lo mejor es que obedezca a quienes conocen los peligros del mar de la vida terrenal”.
La agitación de la vida terrenal y la tormenta de las tentaciones son calmadas por nuestro Señor Jesucristo, como lo hiciera en el mar de Galilea (Mateo 8, 24-26). Solamente en Jesucristo encontramos la paz de nuestras almas. “Nuestra alma no hallará sosiego, Señor, hasta que no descanse en Ti”, escribe Agustín en sus “Confesiones”.
Es verdad que los jóvenes de hoy suelen atender las conferencias y reuniones que se organizan sobre temas de edificación espiritual y enriquecimiento teológico. Pero esa apertura se completa con la participación en los oficios litúrgicos, cantando y leyendo en las fiestas principales o en los domingos, momentos en lo que es realmente posible sentir algo más que aquel ateo francés. Aquí, en la Santa Iglesia, en la Divina Liturgia, después de comulgar con el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, damos testimonio de lo que acabamos de recibir: “Hemos visto la Luz verdadera, hemos recibido el Espíritu Celestial, hemos alcanzado el conocimiento de la fe verdadera, glorificando a la indivisible y Santísima Trinidad, que nos ha salvado”. Luego, hemos obtenido mucho más de lo que podríamos ganar asistiendo en conferencias y foros. Cierto es que tales eventos tienen su propósito, para que podamos recibir con merecimiento la Santa Eucaristía, pero sin que sustituyan la Confesión y la regla de oraciones.
(Traducido de: Înaltpreasfințitul Pimen, Arhiepiscopul Sucevei și Rădăuților, în Cuvinte către tineri, Nr. VI/2013, Editura Mitropolit Iacov Putneanul, Mănăstirea Putna, pp. 2-3)