Cuando el hombre consigue ver lo que hay en su interior…
El hecho de poder ver nuestra propia —y decadente— realidad es un don celestial, uno de los más grandes que hay.
El pecado no es la infracción a los estándares éticos de las sociedades humanas, o la simple violación de alguna prescripción legal. El pecado nos aparta del Dios del Amor, Quien se nos ha mostrado como una Luz en la cual no cabe ningún rastro de oscuridad (I Juan 1, 5). El hecho de poder ver nuestra propia —y decadente— realidad es un don celestial, uno de los más grandes que hay. Este don significa que hemos entrado ya, en cierta medida, en la esfera de lo divino, y hemos empezado a contemplar —existencial, pero no filosóficamente— al hombre, tal como era concebido por Dios antes de la creación del mundo.
El horror de vernos tal como somos es como un fuego devastador. Mientras más fuerte sea la acción de ese fuego purificador, más cerca de la agonía se hallará nuestro dolor espiritual. Y, con todo, de un modo inexplicable, la luz invisible nos hace sentir la presencia divina en nuestro interior: una extraña y mística presencia nos atrae hacia ella, hacia un estado de contemplación, del cual sabemos que es auténtico porque nuestro corazón empieza a encenderse día y noche en oración.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Rugăciunea – experiența vieții veșnice, Editura Deisis, Sibiu, 2001, p. 48)