Palabras de espiritualidad

Cuando uno mismo se desarma ante el mal

    • Foto: Stefan Cojocariu

      Foto: Stefan Cojocariu

El mal tendrá efectos sobre nosotros, en la medida en que nosotros mismos nos desarmemos ante él, mientras demos cabida al miedo. El temor no es otra cosa que desarmarnos ante el mal.

Es innegables que existen las fuerzas del mal. No importa el nombre que les pongamos: ellas siguen existiendo y sus efectos son manifiestos. Dicho esto, esas fuerzas del maligno, como la hechicería, tendrán poder sobre el hombre en tanto este les tema. Si, por ejemplo, escucho un ruido en la quietud de la noche, afuera, en el ático o en la puerta de la entrada, y me lleno de temor y de espanto, mientras más crezca mi incertidumbre, peor para mí. ¿Qué significa ese miedo, ese pánico? Que me estoy desarmando de las fuerzas de la luz, que son las armas con las que tendría que luchar. Entonces, basta con dirigir la mirada al ícono en la pared, ¡una simple mirada, ni siquiera persignarte o empezar a orar o leer los Salmos! ¡Basta con una sola mirada de fe al ícono, para que el demonio ponga pies en polvorosa inmediatamente! Pero ¿has visto el poder del mal? Hay en nuestra forma de pensar algo de ese mal. Y ese mal tendrá efectos sobre nosotros, en la medida en que nosotros mismos nos desarmemos ante él, mientras demos cabida al miedo. El temor no es otra cosa que desarmarnos ante el mal. Y si ese mal existe en realidad —supongamos que alguien tiene algo contra mí, y por eso recurre a dichas prácticas—, si yo no le temo, si no me aterrorizo, no tendrá ningún efecto sobre mí.

Ahora veámoslo de otra manera. Si quieres comprobar cómo alguien, incluso haciéndose llamar “cristiano”, cede fácilmente ante el peor de los temores, puedes hacer el siguiente experimento: temprano en la mañana, antes de que se levante, pon un pedazo de carne debajo de la alfombrilla que esa persona tiene frente en la entrada de su casa. Cuando salga a recoger el diario y sacudir la alfombra, verá el pedazo de carne… “¡Ay de mí! ¡Brujería! ¡Vengan a ver lo que me dejaron en la puerta!”. Si, además, se te ocurrió dejarle un trozo de cuerda con dos o tres nudos, atado a la manija de la puerta… ¡calamidad total! De un momento a otro empieza a venir la caravana de vecinos, uno tras otro, y, tras examinar la evidencia, dan rienda suelta a toda clase de cotilleos y especulaciones, sugiriendo quién puede ser el o la responsable de tales sortilegios. Así es como surgen las peores enemistades. ¿Ves? Lo que tenía que hacer la persona era pensar: “Si me dejaron esto aquí, en la entrada de mi casa, ¿no es mejor rociar la casa con un poco de agua bendita? ¡Voy a asperger la casa, la puerta e incluso esa cuerda con nudos, formando la señal de la Cruz mientras rocío todo con el agua bendita!”.

(Traducido de: Ne vorbește Părintele Iustin Pârvu, Petru Vodă, 2011, pp. 101-102)