¡Cuánto perdemos al permanecer distraídos en la iglesia!
La tentación nos atrae a no prestar ninguna atención. A menudo vamos a la iglesia sólo para seguir durmiendo. Una vez que empieza la prédica o los cantos, nuestros ojos empiezan a cerrarse...
Los oficios litúrgicos son palabras con las que expresamos a Dios nuestra adoración, nuestro amor. Adentro de la iglesia, junto a los demás hermanos allí reunidos, atentos a la divina enseñanza, cantando y comulgando, experimentamos los momentos más importantes del día. Cuando todos permanecemos atentos a la palabra del Señor, al Evangelio, a la lectura del Apóstol, a los troparios, a los cantos del Tríodo, del Menaion, conseguimos unirmos en verdad a Cristo.
Pero los ardides del maligno son muchos cuando se trata de tentar a quienes exaltan a Dios. La tentación, cuando aparece en la iglesia, nos invita a no prestar ninguna atención a lo que está sucediendo en el santo lugar. A menudo vamos a la iglesia sólo para seguir durmiendo. Una vez que empieza la prédica o los cantos, nuestros ojos empiezan a cerrarse. Empezamos a experimentar cierto desgano y nos cuesta seguir las palabras, los troparios, los himnos; se trata, desde luego, de un asunto maléfico, que se hace evidente en esa abulia.
¡Cuánto perdemos al permanecer distraídos en la iglesia! Mientras que, por fuera, dices, “Estaré atento, me voy a esforzar”, no lo consigues. Ese “¡estaré atento!” y las otras palabras que le acompañan, son meramente forzadas, que nos perturban por dentro, haciéndonos oponernos a nosotros mismos. Y es que nada se hace a la fuerza. Al contrario, se nos profundiza la abulia y nos disipa completamente. “Concéntrate, haz lo que quieras, que yo, el hombre viejo, te tengo en mis manos, te aprieto y, si puedes... ¡avanza!”
(Traducido de: Ne vorbeşte părintele Porfirie – Viaţa şi cuvintele, Traducere din limba greacă de Ieromonah Evloghie Munteanu, Editura Egumeniţa, 2003, pp. 276-277)