De cómo debemos comportarnos con nuestros semejantes
“Que las palabras de consuelo tengan prioridad ante cualquier otra palabra, demostrando tu amor al prójimo”.
Archimandrita Emiliano de Simonos Petra – Nuestras relaciones con los demás
La vida monástica es un ejemplo de sociedad humana. Ni siquiera la democracia podría alcanzar semejante perfección, ni la monarquía, mucho menos el socialismo. Ningún sistema político tiene la perfección del “estado” monástico. Y esto, porque en realidad es una sociedad angélica, si me permiten llamarla así, o paternal, es decir, del mismo modo en que vivían los Padres de la Iglesia. Pero también en nuestra otra forma de sociedad, el matrimonio, nuestras relaciones con el mundo tienen lugar de una forma “mística”.
Si no vivimos pacíficamente, sino envueltos en disputas constantes, “¿no somos meramente carnales?”, dice el Apóstol Pablo. Cuando reñimos, cuando herimos a otros, ¿no somos personas puramente carnales? ¡Qué palabras tan duras, por parte del Santo Apóstol Pablo!
Entonces, para que alguien pueda hacerse monje, debe ser sociable, afable, capaz de soportar todo lo que le hagan los demás y, además, honrarlos. Es necesario, también, tener la voluntad del otro, es decir, no negar la opinión de los demás, aunque la tuya sea la correcta. Y en mayor medida debemos ser sociables con el resto del mundo, allí en donde los hombres se sienten extenuados y no se soportan mutuamente.
Si vivimos de acuerdo con lo que dicen los santos, querámoslo o no, nuestro corazón se llenará de una oración celestial. De igual forma, podríamos decir de nuestra propia casa: “Dios entre nosotros”, como dicen los sacerdotes. No hablaré de otros aspectos de importancia, como cuando hacemos largas oraciones o prolongados ayunos, cuando asistimos a la iglesia o partimos en peregrinación, o cuando participamos de la catequesis. Todo eso es bueno, pero su fundamento es lo que nos dicen aquí los santos. Para terminar, les citaré las siguientes palabras de San Basilio: “Que las palabras de consuelo tengan prioridad ante cualquier otra palabra, demostrando tu amor al prójimo”. Tú, que vives en el monasterio, cuando te acerques a tu hermano: tú, que eres esposo o esposa, cuando te acerques a tu cónyuge; tú, que eres padre o madre, cuando te acerques a tu hijo, “que las palabras de consuelo tengan prioridad ante cualquier otra palabra”. No importa lo que quieras decirle, díselo, pero antes dile dos o tres palabras que lo llenen de alegría, de consuelo, de paz. ¡Haz que después él o ella te diga: “me he alegrado”, “me he llenado de paz”! Haz que el otro se sienta orgulloso de ti, que te ame, que salte de alegría al encontrarse contigo. Todas las personas que nos rodean, en su vida, en su hogar o en su cuerpo tienen más de algún sufrimiento, como enfermedades, cargas o penas, y cada uno esconde su dolor en un pequeño saco que hay en su corazón, en su propia casa, para que nadie más lo sepa. Dicho de otra manera, yo no sé qué dolor tienes tú, ni tú sabes qué dolor me aqueja a mí. Puedo reír, cantar o jugar, pero en lo profundo de mi ser hay un gran dolor; y río y canto, pero solamente para esconder mi tristeza. Por tal razón, lo primero que debes ofrecerle al otro es una sonrisa.
Y sigue: “Llena tu rostro de resplandor, para dar alegría a quienes hablen contigo”. Para hacer que el otro sonría, que tu rostro conserve siempre una sonrisa. Esto significa “llenar tu rostro de resplandor”. Que tu rostro sea como un sol resplandeciente, para que cuando converses con los demás, estos sientan ese mismo contento. “Ante cualquier éxito, alegra siempre a tu semejante”. Por cualquier logro o carisma de tu hermano, alégrate con él. “Porque sus victorias son también las tuyas, tal como tus conquistas son también las de tu hermano”. Esta es la mejor definición de “compartir”.
Es en esto que los monjes se encuentran con los casados, los santos con los pecadores, en el centro de esas “arenas” sociales, para que todo esto nos conceda el derecho y la posibilidad de orar. Y, al orar, pongamos a todos nuestros semejantes en el mismo lugar, cuando digamos: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí”. Primero de mi esposa o mi esposo, de mis hijos, y de todo el mundo. Y, cuando Dios vea ese amor, ese paraíso en mi corazón, porque tiene sitio para todos, es imposible que Él no haga un lugarcito en el Paraíso para ti y para mí.
(Traducido de: Despre Dumnezeu. Rațiunea simțirii, Indiktos, Atena, 2004)