De cómo el amor al prójimo te impide juzgar a los demás
El padre encontró el medicamento adecuado para cada uno de los dos: tanto para el que juzgó a su semejante como para la que fue juzgada por el primero.
Sucedió una mañana cualquiera, cuando, en compañía de un grupo de amigos y familiares, fui a visitar al padre Porfirio. Al llegar, desde la distancia pude reconocer, entre un grupo de personas, a un amigo mío a quien no había visto desde hacía mucho tiempo. Este amigo mío era una persona muy devota, incluso me atrevería a llamarle un “cristiano severo”. Me acerqué a él y lo abracé. Se alegró mucho al verme y después nos pusimos a hablar algunas cosas sobre el padre Porfirio. En un momento dado, me dijo:
—No sé si lo has notado, pero viene toda clase de gente a buscar al padre… ¡algunos lo agobian sin sentido! ¡Mira esa señora, cómo fuma sin ninguna vergüenza! ¡Me asombra que el padre la reciba!
¡Sentí una pena inmensa! Esa señora era de mi grupo, pero eso no lo sabía mi amigo. Preferí callar, para no poner a la señora en una situación todavía peor. Por su parte, el padre no se quedó callado. Cuando a mi amigo le llegó el turno de entrar a hablar con él, este le dijo:
—La verdad es que yo no soy tan severo como tú…
Por su parte, la señora que había estado fumando, cuando salió de hablar con el padre, nos contó el consejo que le dio el padre: “¡La lucha por alcanzar la santidad debe empezar por renunciar al cigarrillo!”.
Así pues, el padre encontró el medicamento adecuado para cada uno de los dos: tanto para el que juzgó a su semejante como para la que fue juzgada por el primero.
(Traducido de: Sfântul Părinte Porfirie, Antologie de sfaturi şi îndrumări, Editura Bunavestire, Bacău, pp. 218-219)