Palabras de espiritualidad

De cómo un monje fue salvado en la tentación por San Juan el Bautista

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Tú, como hombre, vacilaste, y la consecuencia de esa caída habría significado un enorme perjuicio para tu alma. No obstante, nuestro Bondadoso Dios te cubrió por la obediencia que estabas realizando. Y, por las oraciones de los padres de nuestro monasterio, intervino también San Juan el Bautista, patrón de este santo cenobio, librándote de una terrible desgracia espiritual”.

Un monje proestós (con un rango más elevado que los demás) de nuestro santo monasterio, al enterarse que en aquellos años yo estaba escribiendo, en la crónica de nuestro cenobio, los milagros obrados a lo largo del tiempo por San Juan el Bautista, vino a buscarme a mi celda y me relató algo que le sucedió, suplicándome que no consignara su nombre, y que tampoco se lo revelara a nadie más. Prometiéndoselo, me dispuse a escuchar lo que, lleno de valor, empezó a contarme:

«Yo, el hermano Lázaro, como podrás acordarte, en junio del año pasado (1995), fui enviado a Tesalónica para comprar víveres y otras cosas más que son necesarias en el monasterio. Cuando llegué a Tesalónica, me alojé, como de costumbre, en un hostal, para ocuparme desde temprano en la mañana en los asuntos que se me asignaron. Pero, ¡ay de mí, un miserable! Por obra del maligno, caí en una grave e inesperada tentación. Si no fuera por la Gracia de Dios y el auxilio de San Juan el Bautista, no sé qué habría sido de mí y si aún seguiría siendo un monje»

Terminando de decir esto, el monje se echó a llorar amargamente, acordándose de la terrible prueba que hubo de enfrentar, así como de la milagrosa protección que vino a continuación. Después se quedó callado por unos minutos. Por mi parte, animándolo a que prosiguiera con su relato, le prometí otra vez que todo quedaría escrito como un testimonio auténtico, y que nadie sabría de quien se trataba, ni siquiera el higúmeno. Así, más sosegado, siguió:

«Hermano mío, ocurrió que en la habitación contigua se hospedaba, con su hermano, una bella joven de una de las aldeas de Halkidikis, a quien había conocido unos diez años atrás, cuando era apenas una niña, porque su familia tenía algún vínculo con nuestro monasterio. La noche en cuestión, el hermano de la chica salió a la ciudad, dejándola sola durante varias horas. Así, mientras yo me hallaba descansando en mi recámara, enterada de mi presencia en el lugar, la chica vino a buscarme para saludarme. La recibí con una espontánea y cándida alegría, y después la invité a sentarse a conversar un poco. Luego de preguntarle por sus padres y hermanos, ella me preguntó también sobre algunos monjes y sacerdotes del monasterio, a quienes, como dije, conocía desde que era pequeña. Cuando nos levantamos para despedirnos, me pidió que la acompañara a su habitación para darme algunas provisiones de las que su hermano había comprado aquel día, especialmente unas frutas de la temporada.

Al principio rechacé su proposición, pero ella insistió una y otra vez. Finalmente, me tomó de la mano y me dijo: “¡Te digo que sólo quiero que tomes los alimentos y después regreses a tu habitación!”. ¡Qué infortunio, hermano! ¿Te das cuenta del riesgo que me acechaba? Por una parte, pensaba en la absurda, impía y artera trampa del maligno; por otra, me sentía atraído por las dulces palabras de la muchacha y su virginal belleza, por las saetas encendidas por la noche, la soledad y la ley hostil que pervive en el cuerpo... Me sentía aturdido y comencé a ceder a su voluntad. Con todo, no dejaba de pedirle a San Juan el Bautista, desde lo profundo de mi alma, que me ayudara a no convertirme en guiñapo y objeto de las burlas de los demonios...

Para no hacer más largo el relato, te diré que finalmente acepté y la acompañé a su habitación, que estaba justo en el extremo opuesto de la misma planta, a una distancia considerable de mi cuarto. Una vez entramos, ella se apresuró a cerrar con llave la puerta y se abalanzó sobre mí para besarme... Ahora, imagínate la alegría y los saltos de gozo de los demonios, felices de ver su victoria a un paso de realizarse. ¡Pero, grandes son tus obras, nuestro gran Protector, glorioso Bautista y Precursor del Señor!

Cuando creía que mi caída en pecado era ya un hecho, de la nada surgió un rayo de luz que atravesó la habitación, iluminándola con la fuerza como de cientos de reflectores. Y en medio de todo ese fulgor vi que aparecía el gran Precursor. Este, viniendo hacia mí, me empujó por el pecho... ¡y en cosa de un segundo, sin que pudiera explicarme cómo, me hallé en mi habitación, sí, al otro extremo de la planta!

Cuando pude recobrarme de mi asombro, entendí el auxilio y la protección que nuestro santo protector me acababa de conceder. Por eso, toda la noche me la pasé llorando de alegría, gratitud y devoción, agradeciéndole con fervor, orando y sintiéndome hondamente maravillado por el amor y el amparo que nos ofrece, especialmente a los monjes dionisiatos, insignificantes hijos suyos».

Luego de un breve silencio, le respondí: “Hermano, tú, como hombre, vacilaste, y la consecuencia de esa caída habría significado un enorme perjuicio para tu alma. No obstante, nuestro Bondadoso Dios te cubrió por la obediencia que estabas realizando. Y, por las oraciones de los padres de nuestro monasterio, intervino también San Juan el Bautista, patrón de este santo cenobio, librándote de una terrible desgracia espiritual».

(Traducido de: Monahul Lazăr Dionisiatul, Povestiri Dionisiate, traducere de ieroschim. Ştefan Nuţescu, editura Evanghelismos, Bucureşti, 2012, pp. 132-135)