Palabras de espiritualidad

De la forma en que San Macario destruyó la amistad de un monje con el maligno

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

“Debes ayunar hasta el ocaso, soportando los rigores que esto representa; además, tienes que aprenderte de memoria los pasajes Evangélicos y los textos de los Santos Padres, para que tu mente siempre esté dirigida a Dios. Y si sientes que te viene un mal pensamiento, no lo recibas”.

El abbá Macario vivía solo en el desierto, a cierta distancia de un monasterio habitado por un gran número de monjes. Un día, mientras estaba sentado a la orilla del camino, el padre Macario vio venir a un demonio con aspecto de hombre, cubierto con un abrigo lanudo, de cuyas hebras pendían algunos cráneos humanos. El anciano le dijo: ‟¿A dónde vas, so malvado?”. Y el hombre le respondió: ‟Voy a perturbar a los monjes”. El abbá agregó:  ‟¿Y qué son esos cráneos que llevas contigo?”. El demonio respondió: “Les llevo algunas golosinas a los monjes”. El anciano preguntó: “¿Llevas golosinas en los cráneos?”. Y el otro respondió: “Se las llevo así, porque, si a alguno no le gusta una, le doy otra, de tal forma que todos coman algo”, y después prosiguió con su camino. El abbá Macario decidió quedarse ahí hasta que aquel demonio regresara. Cuando, luego de un tiempo, lo vio volver, le preguntó: “¿Cómo estuvo todo?”. Y el demonio le respondió: “Mal, muy mal. Y eso que antes me iba bien en aquel lugar”. El anciano insistió: “¿Por qué? ¿Qué pasó?”. Y el otro respondió, suspirando: “Todos los monjes se pusieron en contra mía, y ninguno quiso recibirme”. El padre Macario dijo: “¿Pero ninguno de esos monjes es tu amigo?”. Respondió el demonio: “Sólo me queda uno, quien me obedece en todo. Cuando voy a visitarle, se pone tan feliz, que empieza a caracolear a mi alrededor como una devanadera”. Lleno de curiosidad, el anciano preguntó: “¿Cómo se llama ese monje?”. Y el otro dijo: “Teopempto”. Dicho esto, desapareció.

Levantándose, el anciano Macario se puso de camino al monasterio. Cuando los monjes se enteraron de que el abbá venía a visitarlos, salieron a reciburlo con flores, y cada uno arregló como pudo su celda, con la esperanza de que el santo pernoctara con ellos. Al llegar, les preguntó: “¿Quién es Teopempto?”. Cuando el aludido dio un par de pasos adelante para que el anciano lo reconociera, este se le acercó y, tomándolo suavemente del brazo, lo llevó a su celda. Ya adentro, se sentaron a conversar. El anciano le preguntó. “¿Cómo estás, hermano?”. Este respondió: “Bien, con sus oraciones, padre”. Dijo el anciano: “¿Hay algún pensamiento malo que te esté acechando?”. El monje replicó: “No, ahora estoy bien”, ruborizándose un poco ante la posibilidad de tener que revelar sus pensamientos impuros. Entonces el abbá dijo: “En mi caso, llevo ya muchos años ayunando y esforzándome, y todos me elogian por ello, pero, a pesar de mi edad, aún me sigue tentando el espíritu impuro del desenfreno”. Oyendo esto, Teopempto dijo: “Ciertamente, padre, yo también tengo el mismo problema”. Siguiendo el mismo método, el anciano fue probando con los demás pensamientos viciosos, hasta que el monje terminó aceptando todo lo que le sucedía. Después, el abbá le preguntó: “¿Cómo ayunas, hermano?”. Y este respondió: “Hasta la Novena Hora”. Entonces, el anciano replicó: “Debes ayunar hasta el ocaso, soportando los rigores que esto representa; además, tienes que aprenderte de memoria los pasajes Evangélicos y los textos de los Santos Padres, para que tu mente siempre esté dirigida a Dios. Y si sientes que te viene un mal pensamiento, no lo recibas, porque estarías degradando tu mente. Al contrario, mantén la mente dirigida a lo alto, a lo que es bueno, y Dios te ayudará”. Al terminar de decir esto, el abbá se levantó, se despidió de los monjes, y se puso de camino al desierto.

Cuando llevaba ya un buen trecho recorrido, el abbá vio que nuevamente venía aquel demonio, seguramente con dirección al monasterio. Cuando estuvo cerca, le preguntó: “¿A dónde vas?”. Respondió el demonio: “Voy a perturbar a los monjes”, y siguió su camino. El anciano se sentó sobre una roca, decidido a esperar la vuelta del espíritu maligno. Al poco tiempo, lo vio venir de regreso. El anciano le preguntó: “¿Cómo te fue?”. El demonio respondió: “Ahora todos los monjes se han vuelto mis enemigos. Incluso aquel que te mencioné antes —el que me obedecía fielmente— ahora se ha vuelto insumiso, no sé por qué razón. ¡Creo que dejaré de visitar ese monasterio por un buen tiempo!”. Y se fue. Más tranquilo, el anciano regresó a su celda. Y así fue como se salvó el hermano Teopempto, destruyendo los ardides del maligno.

(Traducido de: Proloagele, volumul 1, Editura Bunavestire, pp. 494-495)