De la humildad y la necesidad de buscar la salvación
Quien obra el mal en vez de hacer el bien, es como si estuviera inoculando veneno en su organismo espiritual.
El alimento que nutre la vida espiritual son las buenas acciones que —con profunda humildad y no para ser vistos por los demás — realizamos en el nombre de Dios. El alimento del alma es precisamente la humildad. Como sostienen los Santos Padres, la humildad incluso puede sustituir a nuestras acciones, cuando la practicamos basándonos en la Palabra de Dios. Para nuestra propia edificación, el Señor nos dejó la “Parábola del publicano y el fariseo”, que nos enseña a ser humildes. El publicano no tenía buenas acciones con qué presentare ante Dios, pero se arrepintió con toda sinceridad por sus incontables pecados, y llenó ese vacío de buenas acciones con su humildad. Y así fue como se salvó (Lucas 18, 10-14).
Por su parte, el fariseo podría haberse salvado con sus buenas acciones, si las hubiera revestido de humildad. Pero se envaneció, y por esta razón sus acciones no le sirvieron para salvarse.
De esto podemos aprender dos cosas: 1. Las buenas acciones, si son realizadas con orgullo, no nos llevan a salvarnos; y 2. El arrepentimiento sincero por las oportunidades perdidas para realizar buenas acciones sí nos puede ayudar a salvarnos.
Pero hay también una tercera situación: la comisión de malas acciones. ¿Cuál es la suerte de aquel que obra el mal en vez del bien, sin pensar en arrepentirse por esto?
Aquel que obra el mal en vez de hacer el bien, es como si estuviera inoculando veneno en su organismo espiritual. No hay nada que debilite más la vida espiritual, que seguir los caminos del mal y satisfacer los apetitos naturales que hay en nosotros. Seguir este camino nos lleva a enfermar gravemente del alma. Es algo que debilita nuestra voluntad, somete nuestra mente y pervierte nuestro corazón. Cuando el hombre vive de una forma meramente “carnal”, muere para la vida espiritual y se puede decir que es un “muerto vivo”. Claro está, Dios puede hacerlo volver a la vida, por medio del Sacramento de la Contrición. Dios le da a cada hombre la posibilidad y los medios para arrepentirse, especialmente a los cristianos ortodoxos, quienes han recibido el don restaurador de los sacramentos del Bautismo y la Crismación.
(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului orotodox, Editura Predania, București, 2010, p. 27)