De la lucha y la oración del cristiano
La oración no puede existir sin la participación del corazón. En la oración, el corazón y la mente se unen de una manera férrea e indisoluble.
Si los pensamientos nos embisten y nos impiden orar en paz, lo que tenemos que hacer es armarnos de paciencia y exclamar: “¡Ten piedad de mí, Señor!”. Con esta oposición activa transformamos, poco a poco, la naturaleza humana de después de la caída, que hace de nosotros hijos del mismo primer Adán.
Debemos luchar, sí, pero nuestra lucha tiene que ser verdaderamente profunda, adquiriendo un carácter cósmico. Nosotros no somos simples individuos atacados por sus propios pensamientos. Por eso, pidamos llenos de paciencia: “¡Señor, ten piedad de mí!”. Así es como debemos oponernos a los malos pensamientos, para evitar que nos dominen. No nos demos por vencidos antes de tiempo; más bien oremos hasta que nuestra plegaria llegue a lo más profundo de nuestra conciencia.
“¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador!”. Cuando repetimos esta oración, entablamos con Cristo un vínculo personal que va más allá de la razón. Con esto, la vida de Cristo entra paulatinamente en nosotros.
Algunos oran con la mente. Sin embargo, la oración no puede existir sin la participación del corazón. En la oración, el corazón y la mente se unen de una manera férrea e indisoluble.
(Traducido de: Arhimandritul Sofronie, Din viață și din Duh, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2014, p. 57)