De la relación entre el confesor y su discípulo
Del mismo modo en que, viciosamente, ansiamos las cosas del cuerpo, así también —y en mayor medida— debemos desear las del espíritu, para que nada pueda detenernos en nuestra búsqueda de la salvación.
La salvación, al fin de cuentas, no es otra cosa y no puede ser otra cosa que algo que depende de mi propia voluntad, de una voluntad santa. Si yo no quiero salvarme, nadie más podría quererlo. Y aquí aparece otra complicación para el padre espiritual: ¿cómo ser un buen confesor? Se necesita, en primer lugar, que el discípulo sea bueno también. Pero no se trata de una de esas transformaciones para las cuales son necesarios sesenta años de oración y veinte de aprendizaje. No, lo que se necesita es un pequeño gesto espiritual, algo aparentemente insignificante, tanto para el confesor como para el discípulo. Eso sí, en este último debe germinar un deseo de salvarse, de manera que puede llegar a decir aquellas palabras que alguna vez pronunciara el padre Sofronio: “¿A quién le interesa si soy de una u otra manera? ¿Quién, más que yo mismo, podría temer por mi propia salvación?”. Pero esto no es algo cierto para cada uno.
Luego, tanto en lo que respecta a nuestra sabiduría humana, en nuestra preparación humana, en la psicología y en otras disciplinas semejantes, debemos intentar entablar una relación con aquel en cuya salvación entramos también nosotros como padres espirituales, de manera que podamos inspirar esa alma a que anhele y busque la salvación, con toda la fuerza del corazón. Del mismo modo en que, viciosamente, ansiamos las cosas del cuerpo, así también —y en mayor medida— debemos desear las del espíritu, para que nada pueda detenernos en nuestra búsqueda de la salvación.
(Traducido de: Ieromonahul Rafail Noica, Cultura Duhului, Editura Reîntregirea, Alba Iulia, 2002, pp. 56-57)