De las virtudes de la Madre del Señor, que deben ser también las de todo cristiano
El anhelo de las bondades celestiales, cuando el hombre lo llega a conocer, es más fuerte y más persistente que cualquier tormento y que cualquier privación.
Después de nuestro Señor, nuestra preceptora y guía en esta labor espiritual de la oración, al igual que en cualquier otra virtud, es Su Santísima Madre, que es también la Mamá de todos y cada uno de nosotros.
Desde muy pequeña, nuestra Santísima Madre fue dedicada por sus padres al templo de Dios. Allí, con una lucha espiritual diaria, cuidaba su mente y su imaginación de todas las cosas sensibles, materiales, y pasajeras, así como de los pensamientos de este mundo, aún de esos que son buenos e inocentes, y se concentraba con esmero en el único Bien y Fuente de toda bondad, su Creador y Dios. Vigilaba su mente con una atención incesante y un ahínco admirable, para mantenerla libre de cualquier ataque del enemigo. No permitía que esta se viera atraída ni engañada ni siquiera por una ínfima trivialidad, que se alegrara por algo efímero, o que utilizara sus capacidades para cualquier otra cosa que no fuera la glorificación a Dios. Con toda su existencia, anhelaba y buscaba fervorosamente la presencia personal de Dios en su corazón, y por eso luchaba para conservar la pureza de cuerpo y alma, para convertirse en un templo santo, en una iglesia viviente, digna de hacerse morada Suya. Conocedora de la presencia de Dios y Su Gracia en su corazón, misma que supera cualquier posibilidad de ser descrita y entendida, se mantenía llena de una extraordinaria serenidad y de una paz que confortaba su existencia entera y satisfacía todos los anhelos de su humanidad. Esa ventura era justamente lo que le daba las fuerzas necesarias para sortear cualquier dificultad o tentación, incluso la crucifixión de su propio Hijo.
Esta actividad espiritual de la Santísima Virgen María, que continuó durante toda su vida con una plenitud única entre los humanos, la hizo digna de convertirse en la Madre de nuestro Señor, de llegar a ser la Theotokos.
Del mismo modo, todo cristiano que se ocupe espiritualemente con la oración e intente purificar su alma de todo pecado, con tal de volver su mente al amor de Dios, se convierte también en una morada digna para que el Señor venga a nacer en él y le haga merecedor de devenir en madre y hermano Suyo, dándole la posibilidad de concebirlo y darle a luz en su corazón, para que se quede a vivir para siempre y lo llene de un consuelo que es único y verdadero. “Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mateo 12, 50). (San Simeón el Nuevo Teólogo)
Esa dicha, con la cual la presencia de Dios llena el alma y el cuerpo —cuando encuentra al hombre preparado y purificado por medio de la acción de la oración y las virtudes—, es aquello que da contenido a la vida del creyente. Para no perder esa dicha, ese tesoro que es más elevado que cualquier pensamiento humano, los mártires preferían derramar su sangre, soportar cualquier tormento, y los venerables padres preferían someter su cuerpo a los peores esfuerzos en el desierto y la soledad. El anhelo de las bondades celestiales, cuando el hombre lo llega a conocer, es más fuerte y más persistente que cualquier tormento y que cualquier privación.
(Traducido de: Arhimandritul Tihon, Tărâmul celor vii, Sfânta Mănăstire Stavronichita, Sfântul Munte, 1995)