Debe dársele prioridad a la belleza del alma
Si el hombre conociera su propia deformidad interior, no se interesaría más por la belleza exterior. Adentro, el alma tiene tantas manchas, tantas marcas, ¿y nosotros nos preocupamos, por ejemplo, de la ropa que vestimos?
El alma que se admira de las bellezas de mundo material, demuestra que en su interior vive tan sólo el vacío de lo terrenal y por eso le atrae la criatura y no el Creador, la tierra y no Dios. No importa si esa tierra está limpia o tiene el fango del pecado. Cuando el corazón se siente atraído por las bellezas del mundo, que no son necesariamente pecaminosas, pero que, con todo, siguen siendo inútiles, siente la alegría terrenal del momento, que no conlleva ningún consuelo espiritual, ningún aliento interior con alegría espiritual. Sin embargo, cuando el hombre ama la belleza espiritual, entonces su alma se llena y se embellece también.
Si el hombre —y sobre todo, el monje— conociera su propia deformidad interior, no se interesaría más por la belleza exterior. Adentro, el alma tiene tantas manchas, tantas marcas, ¿y nosotros nos preocupamos, por ejemplo, de la ropa que vestimos? La lavamos, la planchamos e intentamos mantenerla siempre limpia, pero, por dentro... ¡ni me preguntes cómo estamos por dentro! Por eso, si llegáramos a conocer cuánta suciedad hay dentro nuestro, dejaríamos de ponerle tanta atención a la más pequeña mancha que hay en nuestra ropa, porque, sin duda, nuestra ropa está mil veces más limpia que nuestra alma.
Si olvidamos examinar el hollín espiritual que hay dentro nuestro, lo único que nos preocupará será la limpieza de nuestra vestimenta. Sin embargo, lo que debemos hacer es buscar, ante todo, la belleza interior, no la exterior. La prioridad es la belleza del alma, la belleza espiritual, no la belleza inútil, porque el mismo Señor dijo, “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?”
(Traducido de: Cuviosul Paisie Aghioritul, Cuvinte duhovniceşti, Vol. I Cu durere și dragoste pentru omul contemporan, Editura Evanghelismos, București, 2012, pp. 68-69)