Del amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos
Si hacemos esto, si así es como amamos a Dios y a nuestros hermanos, juzgándonos a nosotros mismos con humildad, en verdad nos salvaremos y seremos recibidos en el Reino de los Cielos.
Cada uno de nosotros debe tener para consigo mismo un corazón de juez, para con sus semejantes un corazón de madre y, para con Dios, un corazón de hijo. Tenemos la obligación de amar a Dios con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas y toda nuestra virtud, siempre preparados para dar incluso nuestra vida por Él, como lo hicieran los santos mártires, los venerables y los jerarcas, quienes se sacrificaron por amor a Dios y al Evangelio.
Amemos a nuestro semejante “como a nosotros mismos”, es decir, como nos amamos nosotros, como nos cuidamos, nos alimentamos y nos ayudamos. Esta es la forma en que debemos amar, cuidar, alimentar, ayudar y guiar en el camino a la salvación a nuestro prójimo.
Y, en lo que respecta a nosotros mismos, tenemos que condenarnos permanentemente y reprendernos por nuestros pecados, considerándonos los más pecadores de todos los hombres. Si hacemos esto, si así es como amamos a Dios y a nuestros hermanos, juzgándonos a nosotros mismos con humildad, en verdad nos salvaremos y seremos recibidos en el Reino de los Cielos.
(Traducido de: Arhimandritul Cleopa Ilie, Îndrumări duhovnicești pentru vremelnicie și veșnicie, Editura Teognost, Cluj-Napoca, 2004, p. 122)