Palabras de espiritualidad

Dios mío, ¿qué es lo que pasa en mi interior, que yo ni siquiera lo había notado?

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

Precisamente en el momento en el que te haces el humilde, el egoísmo de tu interior está tratando de salir a la superficie, por medio de tu “humildad”.

Hablamos mucho, pero no seguimos el ejemplo de los santos. ¿Qué dijeron, qué hicieron, cómo vivieron su vida en devoción? No les preguntamos nada, no nos interesa lo que dijo San Basilio el Grande ni San Juan Crisóstomo... ¿Cómo fue que vivieron, qué fue lo que sintieron? ¿O es que pensamos que los santos eran incapaces de controlar todo lo que había en su interior, dejando que en algún sitio perviviera algo de orgullo, de egolatría, al punto que le influyeran en cierta medida? En el mejor de los casos, en nosotros lo que hay es egoísmo. El individuo no puede verlo, pero sí los que están a su alrededor. “¿Por qué te crees humilde? ¿Acaso no ves que tu interior está lleno de egoísmo?”. No, el hombre no puede verlo ni entenderlo. Precisamente en el momento en el que te haces el humilde, el egoísmo de tu interior está tratando de salir a la superficie, por medio de tu “humildad”. Y se burla de ti. No, así no se puede. Si en tu interior hay orgullo, en algún momento saldrá a la superficie. Si en ti pervive ese “ego”, que no ha sido vencido, también él saldrá a la superficie. Mientras haya vanidad en lo profundo de tu subconsciente, ese estado terminará emergiendo sin que puedas evitarlo. Así, ¿por qué pretendes que eres humilde? ¡Es necesario voltear completamente la canoa, para sacar toda el agua que hay en su interior! Mi alma, mi prisión.

Desde luego, podrías decir: “¿Qué puedo hacer, si todo eso está en mi interior?”. ¿Qué hacer? Si no ocurre nada en tu interior, aunque ahí haya algo de agua sucia, por una parte es mejor. Si, no obstante, ves la suciedad en tu interior con los ojos de la fe, puedes decir: “Dios mío, ¿qué es lo que pasa en mi interior, que yo ni siquiera lo había notado?”. Repréndete a ti mismo, aunque venga alguien y te escupa, por trabajoso que te parezca, y verás cómo todo esto, a la luz de la fe, se vuelve algo dulce. Sí, porque lo mereces. Y pregúntate: “¿Si no me escupe a mí, a quién podría escupir?”.

(Traducido de: Arhim. Simeon Kraiopoulos, Sufeltul meu, temnița mea, Editura Bizantină, p. 40-41)