Palabras de espiritualidad

¡Dios no desprecia un corazón contrito!

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

La contrición es, entre otras cosas, el hecho de no repetir el mismo pecado. Tal como cada enfermedad tiene su propio remedio, para cada pecado existe la contrición.

La contrición es, entre otras cosas, el hecho de no repetir el mismo pecado. Tal como cada enfermedad tiene su propio remedio, para cada pecado existe la contrición.

Quien quiera alcanzar la salvación, que conserve su corazón compungido y listo para la contrición. “El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Salmos 50, 19).

Con semejante compunción de corazón, el hombre puede atravesar indemne todas las trampas del maligno. Todos los afanes del demonio tienen como propósito perturbar el espíritu del hombre y, en ese estado de confusión, difundir su discordia, como dice el Evangelio: «Los siervos del amo se acercaron a decirle: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?”». (Mateo 13, 27-28).

Sin embargo, cuando el hombre se esfuerza en mantener un corazón humilde y guardar la paz de su mente, todas las artimañas del enemigo se demuestran inútiles. En verdad, en donde hay paz en la mente, allí mora Dios Mismo: «Su morada se levantó en Paz» (Salmos 75, 2).

El comienzo del arrepentimiento nace del temor de Dios y de la vigilia en nuestro interior. El temor de Dios engendra la lucidez, y la lucidez engendra la paz interior. El temor de Dios despierta a la conciecia que duerme, y hace que el alma conozca su propia suciedad, como a través de un manantial de agua limpia y serena. De esta forma brotan y se fortalecen las raíces de la contrición.

Durante el curso de nuestra vida, con nuestras caídas ofendemos la grandeza de Dios. Por eso, debemos pedirle siempre al Señor el perdón de nuestros pecados.

Quien haya recibido el don y después haya caído, podrá levantarse nuevamente por medio del arrepentimiento, de acuerdo a las palabras del salmista: “Me atropellaron para que cayera, pero el Señor vino en mi ayuda” (Salmos 117, 13). Cuando el profeta Natán habló con David del pecado que este había cometido, logró que se arrepintiera inmediatamente y que recibiera el perdón de su falta.

En la misma categoría entra el paradigma del asceta que, cuando caminaba junto al río, pecó en aquel lugar. Sin embargo, al volver a su celda, se arrepintió y comenzó a vivir del mismo modo que antes. El enemigo le había provocado turbación, mostrándole su pecado e intentando convencerle de que no sería perdonado, para desesperarlo y apartarlo de la ascesis. El monje, sin embargo, permaneció inmutable. Este suceso se lo mostró Dios a un Santo Padre. Y le ordenó alentar al hermano que había pecado, para que pudiera vencer en su lucha con el demonio.

Cuando nos arrepentimos sinceramente por nuestros pecados y volvemos a Cristo con todo el corazón, Él se alegra, hace un banquete para nosotros y llama a todos los ángeles para mostrarles el tesoro vuelto a encontrar, es decir, Su ícono real. Él toma en sus brazos a la oveja perdida y la devuelve a Su Padre. Dios dispone que el alma del que se arrepiente habite en la morada de los benditos, junto con aquellos que nunca se han alejado de Él.

Así pues, volvamos pronto a nuestro Misericordioso Dios. No perdamos la esperanza por causa de nuestros pecados, graves e innumerables. La desesperanza es la más grande alegría que podemos darle al demonio. De acuerdo a las Santas Escrituras, es también un pecado mortal: «Si la dejadez y la desidia no se te oponen», escribe San Barsanufio, «debes maravillarte y alabar a Dios, por el hecho de haberte hecho un justo del pecador que eras».

La contrición es, entre otras cosas, el hecho de no repetir el mismo pecado. Tal como cada enfermedad tiene su propio remedio, para cada pecado existe la contrición. .

Así, dirígete al camino del arrepentimiento, sin apenas titubear. Tu contrición mediará por ti ante Dios.

(Traducido de: Sfântul Serafim de Sarov, Un serafim printre oameni, Editura Egumenița Editura Cartea Ortodoxă, Galați, 2005, p. 332)