Dios no entra con fuerza en nuestra alma. ¡Llamémoslo, para recibirlo!
Así como no queda otra cosa que ruinas de los que viven sin el Espíritu Santo, un vacío quemante, maldad, odio, salvajismo... así también, los que están llenos de Él colman todo de vida, haciéndolo florecer y resucitar. Las fieras se amansan como ovejas, el cielo regala su lluvia, la tierra produce toda clase de frutos, mientras que el hombre se alimenta de “leche y miel”.
El Espíritu Santo es el agua viva que brota de la Iglesia de Cristo. Manada abundantemente el día de Pentecostés, esta Agua Santa creció en caudal, llegando a ser un como un río. Y no sólo los cursos naturales del río, incluso el Mar Muerto de nuestra alma reverdece y resucita al contacto del Espíritu Santo. Las aguas saladas se hacen buenas y dulces, el río se llena de peces, mientras Jesús le dice a Pedro, “A partir de ahora, serás pescador de hombres”(Lucas 5, 10).
Los frutos del Espíritu Santo son, ciertamente, un remedio benéfico para nuestras enfermedades, originadas en el pecado. Y el que rechace este Espíritu vivificador, el que interprete consciente y libremente, como lo hace el maligno, la fuerza sanadora de este Espíritu, se quedará como un “pantano” o un “cenagal” y “no sanará”. Porque “Se perdonará a los hombres cualquier pecado y cualquier insulto contra Dios, pero calumniar al Espíritu Santo es cosa que no tendrá perdón.” (Mateo 12, 31). Y no será perdonado, porque el hombre no lo quiere así. El rocío cae del cielo sobre todo, pero sólo la flor que cierra sus pétalos queda sin recibirlo. Y si el alma se cierra y no recibe a Quien llama a la puerta, entonces muere y los gusanos de las pasiones comienzan a carcomer ese cadáver ambulante. Y ese muerto en vida quedará como la sal del pantano, sirviendo de ejemplo a otras almas, para que no les suceda lo mismo, así como pasó con la esposa de Lot y con Saúl después de alejarse del Espíritu Santo. Sobre ellos dice el Señor, “Esto sí, te he puesto en el fuego, igual que la plata, y te he probado en el horno de la desgracia.” (Isaías 48, 10). Y así como no queda otra cosa que ruinas, de los que viven sin el Espíritu Santo, un vacío quemante, maldad, odio, salvajismo... así también, los que están llenos del Espíritu Santo colman todo de vida, haciéndolo florecer y resucitar. Las fieras se amansan como ovejas, el cielo regala su lluvia, la tierra produce toda clase de frutos, mientras que el hombre se alimenta de “leche y miel”.
(Traducido de: Arhimandrit Paulin Lecca, Adevăr și Pace. Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, p. 137)