Dios nos ama y nos respeta… ¿cómo lo tratamos nosotros a Él?
“¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son Sus designios e inescrutables Sus caminos!” (Romanos 11, 33).
Es una verdad incontestable que el alma del hombre es inmortal, y que nosotros, los hombres, no morimos al partir de esta vida. Lo único que queda es que el alma esté preparada para enfrentar lo que viene después de la muerte. Luego, tenemos que ordenar nuestra alma y mantenerla lo más pura posible.
Cada una de las personas que hay en este mundo se siente descontenta, en mayor o menor medida. Dios es Quien nos alimenta, nos viste, nos cuida, nos da un ángel guardián, nos nutre con Su Cuerpo y Su Sangre, nos prepara Su Reino que no tiene fin, es paciente con nosotros, nos recibe cuando nos arrepentimos… pero nosotros lo maldecimos, no le mostramos ningún respeto, lo ofendemos y lo despreciamos. Con todo, Él sigue siendo paciente y nos espera. Nos comportamos como si Él tuviera una deuda con nosotros; se nos olvida el temor de Dios, el respeto hacia nuestro Creador, y la devoción ante Su sola idea y Su presencia; no nos golpeamos el pecho, inclinándonos ante nuestro Gran Dios, nuestro milagroso Dios, el Inefable, el Infinito, nuestro Dulcísimo Soberano. Aunque tuviéramos miles de bocas, no lograríamos exaltarlo como es debido por Sus incontables dones.
Por esta razón, el Santo Apóstol Pablo, después de experimentar inenarrables momentos espirituales, exclamó estas palabras inmortales: “¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son Sus designios e inescrutables Sus caminos!” (Romanos 11, 33). ¿Quién puede saber cómo obra Su infinita Sabiduría, tanto en el mundo celestial, como en el mundo terrenal y en el mundo que está debajo de la tierra?
(Traducido de: Avva Efrem Filotheitul, Sfaturi duhovnicești, traducere Părintele Victor Manolache, Editura Egumenița, Alexandria, 2012, pp. 121-122)