Dios viene a morar en el hombre que le ama
A partir de los Hechos de los Apóstoles y de las vidas de los santos sabemos qué ocurre con el hombre en el que Dios viene a morar.
Sobre la excelsa forma en que Dios viene a morar en el hombre, el Señor les dijo a Sus discípulos: “El que me ame a Mí… será amado por mi Padre, y mi Padre y Yo vendremos a él y viviremos en él”. Estas palabras se realizaron realidad en los apóstoles y en todos los santos. El Apóstol Juan escribe en su primera carta: “Dios está en nosotros, y Su amor en nosotros es perfecto. Por esto conocemos que estamos con Él y Él en nosotros: porque nos ha dado Su Espíritu”. El Apóstol Pablo dice de sí mismo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. ¿Qué estamos diciendo? ¿Acaso no todos los Apóstoles tenían a Dios en su interior? Desde aquel día histórico, en el cual Dios-Espíritu Santo descendió sobre ellos, cincuenta días después de la Resurrección, todos se llenaron del Espíritu Santo.
A partir de los Hechos de los Apóstoles y de las vidas de los santos sabemos qué ocurre con el hombre en el que Dios viene a morar. Sus senderos son enderezados por Dios, las palabras que pronuncia no son suyas, sino de Dios, las cosas que hace no las hace él, sino Dios. Es la materialización de la palabra del Señor: “No sois vosotros los que habláis, es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros”. San Pablo da testimonio de sí mismo: “El Espíritu me ordena” o “El Espíritu no ha permitido”. San Esteban el Archidiácono, lleno del Espíritu Santo, elevó la mirada y vio los cielos abiertos y a Jesús en el trono de la gloria. Cuando el Apóstol Felipe vio al etíope, que era miembro de la corte de la reina de aquel país, el Espíritu le dijo: “Acércate a ese carro”. Y, después de bautizar a aquel el hombre, el Espíritu hizo que Felipe se hiciera invisible y lo llevó en el acto a la ciudad de Azoto. Los santos de Dios hablan con el poder del Espíritu. Y hacen milagros como Cristo, a veces muy grandes. Recordemos que con una palabra de Cristo se secó la higuera, y con una palabra de Pedro murieron Ananías y Safira. Con una palabra de Cristo cesó la tormenta en el mar, y, con una palabra de San Marcos el Asceta, la montaña se movió de su lugar.
(Traducido de Sfântul Nicolae Velimirovici, Suta de capete de la Liubostinia, Editura Sophia, București, 2009, p. 31)