Divididos, pero unidos
No necesitamos dividir, sino entender que estamos juntos y que juntos sufrimos en estos tiempos tan difíciles, que solamente por medio de la solidaridad podemos salir vencedores, y no valiéndonos de medidas abusivas o condicionamientos injustificados. Podemos ser divididos (por las fuerzas del mundo o la histeria apocalíptica), pero permanecer unidos (en Dios).
En una de las oraciones el oficio litúrgico de los esponsales, nos dirigimos a Dios con estas palabras: “Quien unes lo que estaba separado y has hecho del amor un vínculo perenne”. La caída de los primeros hombres, nuestros proto-padres Adán y Eva, representó no solamente su ruptura con el Creador, sino también su dispersión y la de sus descendientes. El primer crimen de la historia de la humanidad fue cometido hacia un hermano.
Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo a rehacer el vínculo del hombre con Dios, y también el de los hombres entre sí: “para que todos sean uno” (Juan 17, 21). El Señor no hizo ninguna diferencia entre hebreos y samaritanos, entre fariseos y publicanos, entre sanos y leprosos. Todo lo contrario. Siempre se dirigió a todos con el mismo amor. Sí, reprendió la pereza, la perfidia, la maldad, la mentira, la traición y la falsedad. Pero jamás forzó la libertad de nadie, ni buscó someter, impresionar o dominar a ninguna persona. Sanó multitudes de enfermos, pero no hizo desaparecer la enfermedad. Alimentó a miles de personas en el desierto, pero no erradicó el hambre del mundo. Resucitó a algunos, pero no suspendió la muerte biológica. Disipó tormentas, pero no transformó el clima. Aun más, nos advirtió que “en el mundo tendremos aflicciones” (cf. Juan 16, 33). ¿Cómo podemos explicarnos todo esto, si no es por el hecho de que Él respeta nuestras decisiones, empezando con aquella del jardín del Edén? Encarnándose, el Señor no nos ofrece “el paraíso en la tierra”, sino el Reino de los Cielos, que “no viene de forma visible” (cf. Lucas 17, 20), porque está “en nuestro interior” (cf. Lucas 17, 21). Así, si el hombre no cambia interiormente, con la Gracia de Dios, si no sana su alma con el arrepentimiento, en vano se afanará en cambiar su exterior.
A lo largo de la historia han existido toda clase de categorizaciones y “categorías”: amos y esclavos, judíos y griegos, pobres y ricos, blancos y negros, una “raza superior” y las demás “razas”, explotados y explotadores, etc. Sin embargo, aquellos que “se han vestido en Cristo” son uno solo, como dice el Santo Apóstol Pablo: “No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer” (Gálatas 3, 28). En la Iglesia no se hacen categorizaciones basadas en ninguna clase de criterios extra-teológicos: ni en criterios políticos, ni económicos, ni étnicos, mucho menos en criterios médicos o de cualquier otra índole. Aunque algunos somos “catecúmenos” y otros “fieles”; unos tienen el sacerdocio sacramental, otros el sacerdocio universal; algunos son más virtuosos, otros más pecadores; algunos se implican más, otros lo hacen menos; hay quienes son más juiciosos, y otros lo son menos, de hecho, todos “formamos un solo cuerpo en Cristo y somos todos miembros unos de otros” (Romanos 12, 5). Pero no solamente en lo que respecta a quienes son parte de la Iglesia, sino también ante cualquiera de nosotros semejantes debemos mostrar el mismo amor, como nos lo pide nuestro Señor: “para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5, 45).
Luego, no tiene nada de cristiano tratar de dividir a las personas en categorías para etiquetarlas o discriminarlas. No se puede separar a una multitud de individuos, invocando un impersonal “bien general”. No es posible construir o revitalizar una sociedad sacrificando las libertades individuales. No necesitamos dividir, sino entender que estamos juntos y que juntos sufrimos en estos tiempos tan difíciles, que solamente por medio de la solidaridad podemos salir vencedores, y no valiéndonos de medidas abusivas o condicionamientos injustificados. Podemos ser divididos (por las fuerzas del mundo o la histeria apocalíptica), pero permanecer unidos (en Dios).
Y si, con todo, hay algunos sedientos de segregar a sus semejantes, acordémonos que la separación tendrá lugar únicamente al final de los tiempos. Entonces, en el Juicio, el Señor “separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos” (Mateo 25, 33). Y ni siquiera entonces se hará discriminación alguna, sino que cada uno se colocará “a la derecha o a la izquierda”, en función de sus propias elecciones, de si aceptó o rechazó el amor de Dios. Quienes se apresuran en hacer juicios ya en esta vida, dividiendo a las personas, se están poniendo en el lugar del Justo Juez. ¡Y qué cosa tan estremecedora es ponerte en el lugar de Dios!