Palabras de espiritualidad

El amor y la oración de una madre

  • Foto: Oana Nechifor

    Foto: Oana Nechifor

¿Quién podría describir el dolor, el afán, las lágrimas de una madre que no ve ningún progreso, ninguna esperanza en sus hijos?

Quiero relatarles el caso de una madre que hacía todo por su hijo, pero este se adentraba cada vez más en el camino equivocado. Todos los intentos de aquella sencilla mujer de hacer que su hijo volviera a Dios fueron estériles. Siendo maestra, veía, con el don de Dios, cuántos niños brillantes y de provecho para la sociedad salían de sus manos. Sin embargo, su propio hijo, que también era el único que tenía, a quien se dedicaba completamente, no quería tomar ninguna decisión de vida, no encontraba el propósito de su vida. Las malas compañías le habían llevado a destruir desde la base toda la moral cristiana, la religión en la que había crecido... hasta el amor por su propio país.

Días, semanas, meses enteros se ausentaba de la casa, sin dar ninguna señal de vida. ¿Entienden todo lo que esto significa para una madre? ¿Quién podría describir el dolor, el afán, las lágrimas de una madre que no ve ningún progreso, ninguna esperanza en sus hijos? También esta mamá esperaba algún cambio por parte de su hijo. Sus oraciones, el incienso que utilizaba, la lamparilla que encendía, todo era para su hijo. Cuando vino el momento de que el muchacho hiciera el servicio militar, la mamá se confortó con estas palabras: “Quizás allí se redescubra a sí mismo...”.

No obstante, el muchacho apareció con un certificado médico, mismo que presentó para postergar su inscripción en el ejército. La madre siguió con lo de antes: veladora e incienso, aceite y lágrimas.

Un día, el chico regresó a casa, decidido a hacer el servicio militar. “Buena señal”, pensó la mamá. Cumplió con cada una de las etapas del programa en el ejército, pero ni siquiera una sola vez vino a ver a su madre. A pesar de todo, esta nunca dejó sin aceite y lágrimas su rinconcito de oración. Era mayo cuando su hijo regresó a casa, lleno de una buena disposición, como si no se hubiera ausentado jamás del hogar. Le pidió a su mamá que le diera un poco de dinero, porque quería irse al mar con algunos amigos. La mujer accedió sin rechistar... aunque sentía como si estuviera luchando encarnizadamente con alguien. Ese no era su hijo. Era un espíritu maligno que tenía que ser vencido por Dios.

Pasaron diez días y el chico regresó, contento otra vez. Le contó todas sus novedades a la mamá, comieron juntos y se tomaron un café. Finalmente, el muchacho se levantó, corrió a su habitación y volvió con una caja, ni muy pequeña ni muy grande. Sonriendo, se la ofreció a la mujer, mientras le decía:

—Mamá, te traje un regalo. Me pediste que esta vez no volviera con las manos vacías. ¡Ábrelo, quiero saber si te gusta!

—¿Cómo no habría de gustarme un regalo tuyo? Me alegra que hayas pensado en mí...

—¡Sólo ábrelo...!

La mamá tomo el obsequio y lo abrió. Al ver lo que había dentro, se quedó atónita. Las lágrimas comenzaron a brotarle abundantemente. Era una lamparilla de una extraña belleza.

—Mamá, cada mañana y cada noche veía que encendías tu lamparilla, y estaba seguro de que lo hacías por mí. Todo este tiempo te ví con mi mente, de rodillas frente esa pequeña llama. ¡Nada de lo que hacías y sufrías por mí me pasó desapercibido! Desde entonces tuve un anhelo ferviente: yo enciendo la mecha de la lamparilla, y tú le pones aceite y... lágrimas.