Palabras de espiritualidad

El coraje supremo del cristiano: desvestir el alma al confesarse

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Confesando mis pecados, tenía la sensación de estar extrayendo todo el veneno que había en mí, todas las alimañas y serpientes ponzoñosas anidadas en mi alma, ya desde mi infancia.

El sábado por la noche, cuando el padre stárets llegó al monasterio, yo ya tenía todos mis pecados escritos en un papel. Después de presentarme, manifestando mi deseo de confesarme, me arrodillé. El anciano Simeón me recibió con benevolencia. Tomó sus vestimentas sacerdotales y comenzó a leer las primeras oraciones con voz suave y despacio. Cuando terminó de leerlas, creí necesario prevenirlo, diciéndole que seguramente no había escuchado antes pecados como los que estaba por exponerle. Después de esto, comencé a leer mis pecados, sin prisa. ¡Oh, Señor, cuánto valor debe tener una persona para desvestir su alma frente a otra! Se trata de un valor moral, del coraje de juntar todas tus suciedades internas y sacarlas afuera, frente a los demás. Es un verdadero heroísmo, uno que no tienen ni esos que se autodenominan “valientes” por matar inocentes en un campo de batalla. Confesando mis pecados, tenía la sensación de estar extrayendo todo el veneno que había en mí, todas las alimañas y serpientes ponzoñosas anidadas en mi alma, ya desde mi infancia. Finalmente, tuve que extraer también al más terrible de los monstruos; así llamaba yo al peor de mis pecados.

Confesándome, no pude evitar llorar profusamente. Arrodillado y cubierto por la estola, me sentía, a semejanza del hijo pródigo, a los pies del Padre Celestial, volviendo de los cerdos, lleno de vergüenza y contrición.

Después de confesarme, me levanté sintiéndome muy ligero. Parecía que hasta ese momento mi alma había estado cargando una enorme y pesada piedra de molino, que ya no estaba conmigo. Y el padre stárets, con su conocida bondad, me tranquilizó, diciéndome que había oído pecados similares. Y, como penitencia, me ordenó hacer tan sólo cincuenta postraciones diarias que, por devoción, multipliqué por dos. Hacía cincuenta antes de los Maitines y otras cincuenta al terminarse este oficio.

(Traducido de: Arhim. Paulin Leca, De la moarte la viață, Editura Paideia, București, 1996, p. 66)