Palabras de espiritualidad

El corazón del hombre no se tranquiliza, hasta que no descansa en Cristo

    • Foto: Oana Nechifor

      Foto: Oana Nechifor

Cual animales salvajes, así nos atacan los instintos y los deseos, devorando lo bueno y santo que aún habita en nosotros. Entonces, caemos en la desesperanza y quisiéramos terminar con nuestra vida. Pero la voz interior de Dios y de nuestro Ángel Custodio nos aconsejan volver, arrodillarnos, suspirar y llorar, pidiendo la misericordia de Dios. De esta manera, nuestro amadísimo Mediador lleva nuestras oraciones al Padre y, por medio de Su sangre, obtenemos el perdón. Y no sólo eso; nuestra suerte misma mejora. Y es que el corazón del hombre no se tranquiliza, hasta que no descansa en Cristo.

A semejanza de los hombres primordiales, en nuestro microcosmos interior cometemos el mismo pecado. El mismo fruto prohibido está frente a nosotros, tentándonos; la misma serpiente nos engaña y nosotros seguimos quebrantando el mismo mandato. Pero, inmediatamente después del juicio de Dios, nuestra conciencia comienza a torturarnos. El cielo de nuestro corazón se nubla. Densas nubes impiden el brillo del Sol de la Verdad. Nuestra alma empieza a perturbarse, comienzan a caer rayos y a llover con violencia. Cual animales salvajes, así nos atacan los instintos y los deseos, devorando lo bueno y santo que aún habita en nosotros. Entonces, caemos en la desesperanza y quisiéramos terminar con nuestra vida. Pero la voz interior de Dios y de nuestro Ángel Custodio nos aconsejan volver, arrodillarnos, suspirar y llorar, pidiendo la misericordia de Dios.

De esta manera, nuestro amadísimo Mediador lleva nuestras oraciones al Padre y, por medio de Su sangre, obtenemos el perdón. Y no sólo eso; nuestra suerte misma mejora. Por medio de la oración juntamos los rayos del Sol Invisible y encendemos ese fuego que tanto quiso Jesús ver ardiendo en nuestros corazones. Ese fuego del Espíritu Santo nos calienta y nos consuela. Y, con la mediación de este Consolador, hasta las fieras se amansan, la tierra da sus frutos, mientras qle el cielo comienza a proveer su lluvia benefactora. Y es que el hombre tiene sed y hambre de un mundo mejor, pero su corazón no se tranquiliza hasta que no descansa en Cristo el Señor.

(Arhimandrit Paulin Lecca, Adevăr și Pace, Tratat teologic, Editura Bizantină, București, 2003, p. 154)